sábado, 25 de junio de 2011

Amanecer en paradero desconocido

Diario de Roma 16 de junio de 1998


“El destino aparece cuando dejas de buscarlo”

No sé muy bien cómo empezar este día, cómo expresar de forma concisa esta sensación extraña de que hoy el Universo es distinto a como es siempre y sólo yo me he dado cuenta. La gente camina como siempre, los pájaros vuelan en el mismo rumbo que ayer y los coches expelen el mismo humo desagradable, pero aunque en la misma forma, es todo ajeno, extraterrestre. Es como si la melodía que subyace en todas las cosas del mundo hubiese sido alterada a un ritmo dos tiempos más rápido o sus instrumentos sonaran más agudos y alegres.  O quizá es mi propio compás el que ha cambiado, no lo sé, no me importa.

Hoy me desprendí del abrazo de Hypnos de una forma perezosa porque en mis sueños olía a vainilla y mi mente se sentía dichosa embriagada en ese aroma. Suave y sutil, se adueñaba de mi mente, era una telaraña que me impedía recordar exactamente de qué conocía yo ese perfume. Lo más gracioso es que aún no sé cuándo ni dónde ubicarlo, porque siento que ha estado ahí desde que tengo conciencia sin nunca notarlo. Por estas razones, tardé un rato en darme cuenta de que no provenía de mis sueños, sino de mí alrededor, aunque esperé un poco antes de abrir los ojos ya que pese a mi curiosidad la molesta sensación de que la cama estaba en una tormenta en alta mar era demasiado fuerte como para ignorarla. Luché entonces durante otros minutos más contra lo que el sentido común que me dictaba y abrí los ojos para sentir todo el peso de la borrachera de anoche aplastándome. A mí alrededor, la cama y la habitación se balanceaban como una barquilla de madera en mitad de un tsunami y me costó otros segundos más reconocer que no era el cuarto lo que se movía, sino mi cabeza.

Creo que lo más gracioso es que después de maldecir para mis adentros al alcohol, al vicio y a las mañanas de horrible resaca, me acordé de mi misma jurando a Clément unas pocas semanas atrás que nunca jamás volvería a beber así. Fue en un despertar similar, pero esa vez su cabello ceniza me rozaba los pómulos y su media sonrisa me advertía de que jamás cumpliría esa promesa. Odio darle la razón de esta forma, máxime cuando me di cuenta entonces de que esa habitación me era totalmente desconocida, de que me había despertado en dios sabe qué clase de sitio y que de repente yo podía correr muchísimo peligro. Me acordé entonces de aquella vez, cuando yo tenía diez años y el pecho se me encogió hasta el borde de la asfixia. Intenté respirar hondo, calmarme y empecé a enumerar en voz baja los consejos que Giuseppe me había obligado a memorizar desde que entró a trabajar con nosotras.
Estaba en ropa interior metida en una cama desconocida y lo único mío en aquel ambiente eran unos tacones tirados al lado de la cama. Empecé a hilvanar las imágenes, a ratos borrosas, del día anterior mientras hacía mi mejor esfuerzo para evitar la histeria.


Recordé entonces cómo le pedí a Giuseppe que por favor no me acompañara a la tetería donde había quedado con Nohi, la misteriosa anunciante, por ser ayer su día libre y lo mucho que me arrepentí de ello cuando me encontré asfixiada por el calor de la tarde, con la espalda sudada y el pelo revuelto ante una puerta cochambrosa, descascarillada por abajo y con el picaporte marrón moteado de dorado, expresando en toda su plenitud el dicho de cualquier tiempo pasado fue mejor. La tetería donde habíamos quedado era una de las “auténticas”, de las que se sitúan en los callejones que rodean la torre del cerro y las antiguas murallas de la ciudad. Esa zona conserva aún el trazado medieval de las calles, por lo que los recovecos, los giros inesperados y un espacio ínfimo entre casa y casa es lo acostumbrado. La pared estaba llena de desconchones y el color naranja que aún sobrevivía estaba manchado por grafitis. Me arrepentí profundamente de que Giuseppe no estuviera conmigo y me sentí muy sola ante aquel enorme y vetusto portón de madera. Por las rendijas de las altas ventanas se escapaban hilos de humo blanquecino. Suspiré y tiré de la puerta con energía, golpeándome una ráfaga de brisa mezclada con la humedad del interior que  me provocó un escalofrío. Además tenía esa sensación tan rara que te comprime el aliento al final de la garganta, una mezcla de expectación y nerviosismo inexplicable que erizaba cada uno de mis sentidos.

El interior me sorprendió bastante. El suelo era de cerámica, las paredes estaban pintadas de colores claros y había dos falsos arcos de escayola a la derecha que imitaban al antiguo estilo islámico. Justo enfrente de la puerta había unas escaleras desvencijadas, de esas que notas perfectamente por dónde tienes que subir porque el centro del escalón está más desgastado que el resto. En un hueco a la izquierda había un mostrador enano con un chico con rastas y plumas en el pelo detrás de él. Estaba preparando un batido de algo violeta con nata y creo que no levantó la mirada de la copa más de tres segundos antes de espetarme: -Tú eres a la que está esperando Nohi ¿no? Está en el altillo, no tendrás problemas, arriba esta todo vacío.

Podía ser esa la señal de que todo fue, como la otra vez, una trampa, pero lo dudaba. Forzando un poco más a mis etílicas neuronas caí en la cuenta del por qué tan rauda deducción. Chales de colores, minifaldas escocesas, melenas greñudas y pañuelos. Pantalones pitillo rotos y chavales imitando a Kurt Cobain. Y yo con mi recogido a lo Rachel Green, mis mechas claras y mi vestido blanco de tubo con un suéter por los hombros. Ahí estaba la nota discordante del conjunto, que paradójicamente fui yo misma. Entonces subí las escaleras. Estaba nerviosa y me sentía un poco mal, como si me acercara a un examen para el que no había estudiado, porque yo había ido pensando en Ralph Lauren y estaba claro que allí lo que se estilaba era a Vivienne Westwood.

De pronto quedé deslumbrada y el miedo se escondió en el mismo lugar en el que lo hizo mi aliento.

Encontré a una mujer espléndida, recostada entre el humo que ascendía de los narguiles encendidos. Con la piel color a miel y la melena negra cayendo como velo por sus hombros y enredándose entre su cintura, los cojines descoloridos, como lo haría el cabello de cualquier ninfa de Mucha. Las mejillas altivas, propias de cualquier reina egipcia y los ojos profundos, almendrados y orientales, oscuros como su pelo, negros como debe ser la noche más cerrada. Su chal verde le envolvía la espalda con suavidad y la ventana abierta tras ella dejaba que se colase en la estancia toda la luz vibrante de esa tarde de cuasi extinta primavera. A mi alrededor podía ver el polvo dorado flotando y un halo áureo en torno a su rostro. Juro que tuve que cerrar los ojos para no cegarme, ya no tanto por la luz, como por su belleza.

Sinceramente, no sé qué me pasó, pero lo cierto es que aún ahora, al final de este largo día recorrido escribo esto tirada de cualquier forma en el suelo de mi habitación, levantándome cada tres palabras, intentando plasmar este día mágico de la mejor forma posible. Las metáforas, los recursos, me nublan el juicio y mi espíritu de escritora romántica, barroca, lírica, se adueña de mi idea de llevar este diario como un algo lineal, una terapia para desfogar los malos recuerdos y consagrar los que merecen la pena ser revividos por el pensamiento. Creo que soy a veces demasiado dramática, pero en la rutina opresora de cada nada cotidiana, siento que ella ha destapado la caja de Pandora. Pese a que los acontecimientos estén ahí, me cuesta tomarlos como reales, pues veo a  Nohi con la misma secreta fascinación que un hombre a una fantástica criatura mitológica.

Me tendió la mano y me hizo un gesto para que me acercara mientras me miraba fijamente, muy seria y fumando sin parar. Me senté a su lado de forma solemne, procurando no mirarla, porque si lo hacía el corazón saldría al fin disparado entre mis labios. Tragué saliva, despedí a mi insoportable timidez, recuperé mi aliento, eché la cabeza ligeramente para atrás, cerré los ojos y junté todo mi valor para hablarle a aquella artista. Sólo pensé en lo mucho que necesitaba aquel estúpido trabajo. Giré mi cabeza y la miré, pero para mi sorpresa empezó a reírse y yo sonreí también al ver algo tan bello, imaginando un montón de pájaros alzando el vuelo, y me tranquilicé como si estuviera al lado de un conocido que llevara mucho tiempo sin ver.

Intentaré ahora reproducir en estas páginas la conversación que mantuvimos ante el narguile, aunque duró mucho tiempo y a veces mis ojos viajaban a los suyos provocando que  mi conciencia se evaporara.

-  Te he encontrado, mi Musa- creo que dijo riéndose entre dientes- Yo soy Nohi Asahi, encantada.

- Yo soy Roma- le contesté tendiéndole la mano- ¿Entonces estoy contratada?

- ¡Sí desde luego! Le dije al vago de Chad que me reservara esto para mí hoy, tenía pensado hacerte alguna prueba de modelaje, ya sabes. Pensé que posaras un poco, que te mantuvieras en una posición determinado tiempo y demás. Naderías que me alegro que no hagan falta.

- ¿Por qué no iban a hacer falta? Creo que sería mejor que me lo hicieras ahora, no vaya a ser que te arrepientas – respondí extrañada. Es cierto que estaba contenta de que se decidiera por mí tan rápido, pero quería asegurarme de trabajar bien, no quería engañar a nadie.

- Bueno, obviamente eres una profesional…

- No

-¿No?

Desde ese momento empezamos a charlar acerca de mi nula experiencia, le expliqué mi situación personal para pedirle aquel empleo –evitando en todo momento referencias al testamento, mi padre, Giuseppe y Clément, o sea mintiéndole-  y como no tendría que pagar nada, sólo hacerme un contrato que presentar al abogado. Conforme iba hablando sus ojos se iban abriendo cada vez más hasta que soltando el humo de golpe como un dragón oriental afirmó su decisión de contratarme y su buena suerte al haber hallado a la mejor modelo posible con el plus de lo gratuito. Pasamos un rato más hablando de horarios, condiciones y otra serie de minucias mucho menos importantes que, por ejemplo, inhalar su aroma a vainilla.

Volví entonces a mirar a mí alrededor, buscando cualquier posible pista, pues a partir del momento en el que accedí a acompañarla a su trabajo nocturno como camarera, todo comenzó a nublarse. Estaba en una habitación cuadrada, y en una esquina había una puerta roja. Sin fuerzas por culpa del mareo, me limité a mirar a mí alrededor buscando alguna pista de qué hacía yo allí.  Descubrí que lo que había tomado por una cama era en realidad un colchón cubierto con un edredón nórdico de colorines. A mi derecha había una mesita de noche fabricada con una tabla de madera sobre un montón de revistas viejas colocadas en un precario equilibrio. La miré por encima, buscando un reloj que me dijera qué hora era, pero lo único que había era una lamparilla de papel y un par de cartones vacíos de Lucky Strike.

Lo inofensivo de la habitación, lejos de calmar mis temores, los acrecentó, desviándolos en otra dirección ¿Y si en mi imprudencia de anoche cometí el error de irme a la cama con cualquiera? Las consecuencias de esta decisión se agolparon en mi mente con fuerza y sentí que el blando colchón me absorbía hasta sus entrañas de poliéster, desde los peores escenarios posibles a los reproches morales de haberme ido por primera vez con un desconocido. Sin embargo, caí en la cuenta de que entonces no tendría mucho sentido que yo conservase mi ropa interior intacta. Respiré hondo y observé los posters que colgaban de las paredes violetas. No recordaba haber hablado con ningún fanático del rock, del grunge o de lo experimental, y mucho menos conocer a nadie así, por lo que los posters de Nirvana, Led Zeppelin o David Bowie me desconcertaron. Aunque claro, además de entrar con Nohi a aquel antro llamado pretenciosamente Paradise Lounge Bar, aceptar un mojito como pago por haberla acompañado y observar desde una esquina la fauna reinante en forma de veteranos universitarios de un club cualquiera peleándose por estallar su hígado cuanto antes mejor, poco más recordaba. También había fotografías muy artísticas que tampoco me dijeron gran cosa. La mayoría eran de una chica morena de ojos verdes, y de un chico africano con rastas extremadamente guapo. Nada más.


Decidí entonces salir por fin del blando refugio que era la cama y me dirigí hacia la puerta roja, situada al lado de un armario bastante antiguo y una estantería ecléctica, hecha a base de tubos de hierro y tablones de madera, cargada hasta los topes de libros y vinilos. Agarré con fuerza el picaporte de latón y pasé a un pequeño salón, apenas más amplio que la habitación donde me encontraba. Estaba vacía. Su forma era ligeramente parecida a la del otro cuarto, solo que sus paredes eran naranjas, y junto al sofá azul de la esquina había una colección de lienzos y caballetes en distintos estados de creación. Un montón de guitarras colgaban de las paredes y apenas dejaban hueco para la enorme ventana. Haciendo un último intento me asome por ella, daba a una calle estrecha de edificios de ladrillo y estuco amarillo. Ni personas, ni señales, ni nada. Me giré entonces otra vez hacia la habitación observándola más detenidamente. Había una pequeña cocina en una esquina, separada del resto del cuarto por una encimera ridícula. A su lado, dos puertas, una verde entornada que dejaba entrever una ducha y otra, la de salida, que en cuanto me acerqué me di cuenta de que estaba cerrada con llave.

Los instrumentos artísticos, las fotografías, el inconfundible aroma, todo. Respiré hondo y empecé a reírme al darme cuenta de que probablemente no me hallaba en casa de ningún secuestrador o veterano híper hormonado, sino en lo que debía ser el pequeño apartamento-estudio que Nohi me comentó que poseía. Me relajé por completo y olvidé la posibilidad de algún vergonzoso desliz. Después de todo yo no soy lesbiana, así que en cuanto me despejé más de mi resacoso despertar recordé el pelo, los ojos de Nohi invitándome, en ayunas como estaba, a un último chupito antes de regresar a mi casa. Pensé que quizá debió afectarme más de la cuenta y por eso me habría traído a ese lugar, tenía que agradecérselo, aunque aún no terminaba de entender las razones por las cuales me hallaba casi desnuda.

Oí entonces un pequeño crujido que provenía del dormitorio. En tres zancadas me situé junto a la pequeña ventana del cuarto y con celeridad corrí las ajadas cortinas de leopardo que me impedían ver. Abajo había un callejón repleto de cubos de basura, pero enfrente había una sucia pared de ladrillos con una ventana que poco a poco empezaba a abrirse.

Abrí la ventana rápidamente con la intención de pedirle indicaciones a algún caritativo vecino, no sabía dónde estaba, ni cuándo llegaría Nohi, así que tenía que llamar a Giuseppe antes de que le diera un ataque al corazón. Mi madre se acuesta siempre  muy temprano, por lo que hace muchos años que no me espera despierta, delegando esas tareas en mi querido italiano que ahora debía de estar fustigándose ante mi repentina desaparición. La posibilidad de que despidieran a Giuseppe por mi culpa se tornó muy real y mi preocupación volvió a alcanzar cotas máximas. Me daba igual el castigo, pero no quería que regañasen a mi amore por mi culpa y sólo con ese estado de angustia repentina se explica que yo hiciera lo que hice.

- Perdone… ¿Sabe dónde estoy y quien vive aquí?- pregunte tímidamente con mi mejor voz de niña adorable a una vieja china de moño gris que en cuanto me vio perdió todo el color de su cara

- ¡Marrana! ¡Invertida! –gritó con un cerrado acento antes de empezar a tirarme pinzas de la ropa a la cabeza como una posesa. El moño se le cayó hacia atrás del esfuerzo, pero ella pareció no darse cuenta, inmersa en la tarea de bombardearme- Vergüenza… ¡intentando acercarse a una mujer honorable como yo! ¡No quiero tratos con golfas! ¡Golfa!- seguía gritando la china. Lo peor es que la muy hija de su madre tenía una puntería envidiable, por lo que tuve que esconderme detrás de las cortinas para usarlas como escudo.

- ¿Qué? ¿Pero qué...? ¡Señora, pare! ¡Ayúdeme! –grité a mi vez mientras sentía como al cabreo de no saber dónde estaba se le sumaba el del injustificado ataque. Así que empecé a coger las pinzas que ella me tiraba y a devolvérselas con rabia. Le acerté una en toda la frente, y eso la cabreó aún más por lo que pronto empezó a librarse una batalla de pinzas encarnizada. Nuestros gritos debieron de alertar a los vecinos porque algunas de las ventanas de ambos edificios empezaron a abrirse para contemplar el espectáculo con total incredulidad.

- ¿Pero qué demonios es esto? ¡Basta! ¡Parad o llamaré al casero!- La amenaza del casero debió de afectar a la vieja porque cerró la ventana de un golpe, no sin antes llamarme “Guarra antinatural” una vez más. Una figura pequeña pasó veloz a mi lado y cerró la ventana de otro golpe mientras despotricaba contra la vieja china y amenazaba con llamar a Inmigración. Nohi me miraba entre furiosa y divertida cuando me preguntó --¿Se puede saber que estaba pasando entre ti y la señora Chung hace un momento? Voy a pensar que no haces más que meterte en líos.

- Esa vieja samurái me atacó sin motivo –repliqué a la defensiva, todavía un poco consternada- Me asomé por la ventana para ver donde estaba y ella salió a la misma vez que yo. Solo le pregunté en que barrio está esta casa…

A cada palabra que iba diciendo su expresión de enfado iba diluyéndose en la peor mueca para disimular la risa que he visto jamás. Se tapaba la boca con las dos manos, y su mirada incrédula me examinaba de arriba abajo con detenimiento - ¿Qué le preguntaste que donde estabas? ¿Así? ¿Tú estás loca o qué? Normal que se asustara, te tomaría por una pervertida o algo peor- decía mientras me miraba.

- ¿Pero que tengo de malo? ¿Y cómo que…- el “así” no termino nunca de salir de mi boca. Con un gesto de terror me llevé las manos al rostro antes de correr frenéticamente hacia la cama para meterme bajo las sabanas y esconderme hasta que la tierra decidiese tragarme. Las carcajadas de Nohi inundaron la habitación y yo sentía toda la sangre de mi cuerpo concentrada en mis orejas, rojas de la vergüenza. Había olvidado un pequeño detalle a la hora de preguntarle a la señora Chung la situación de la casa…

…y es que estaba completamente desnuda.

El tacto de la ligera camisa que Nohi me prestó, resultaba algo áspero, aunque agradable. Tras su ataque de risa se apiadó de mí y me había dejado algo para ponerme tras una fugaz explicación acerca de que mi ropa estaba en tal mal estado tras la juerga de anoche que había tenido que llevarla a una tintorería. Por lo visto en algún punto de la noche un Bloddy Mary se había cebado con mi vestido blanco.

-Llegaste al apartamento y dijiste que odiabas dormir con ropa, por lo que te negaste a ponerte nada. Te quedaste en ropa interior, te acercaste al bolso, sacaste el monedero y una libretita negra y me dijiste muy seria “Jefa, odio causarte problemas, pero estoy en un trance lamentable y no puedo volver así a mi casa a menos que quiera que me maten por mi pésimo comportamiento. Llama a este número y avisa a mi chófer de que no vaya a recogerme mañana por la mañana porque me voy a quedar a dormir aquí. Dile la dirección y avísale de que ya le llamaré yo mañana para que venga a recogerme. Buenas noches” entonces te tumbaste en la cama, me diste un billete de cien, me mandaste a que fuera al tinte a lavar tu vestido de forma urgente y te pusiste a dormir- me aseguró mientras se reía- La verdad es que pensé que borracha eras francamente divertida , pero sobria y después de ver lo de la señora Chung, también.

El café llenó mis sentidos durante unos breves segundos en los que yo pude al fin respirar, calmarme, en definitiva, dejar de ser un pelele dedicado a admirar cada pequeño gesto de Nohi, cada palabra suave pronunciada con un indescriptible acento, ligeramente seseante, cada pestañeo de esos ojos oscuros que me llevaban a pensar en noche tropicales sin luna. Quise, tras oír su explicación, salir corriendo a esconderme de nuevo bajo las sábanas, pero la sensación de no estar haciendo el absoluto ridículo a sus ojos, como clamaba mi mente, sino sólo jugando con el surrealismo, se adueñaba de mi corazón. Al primer sorbo del amargo brebaje, mis neuronas empezaron a salir de su letargo ayudadas por el buen chute de cafeína que tan amablemente me había servido Nohi, y poco a poco empezaron a aparecer otras imágenes de la noche en mi mente como un flashback.

La oscuridad del local era lo peor de todo. O quizás lo mejor, según el punto de vista. En la enorme pista de baile de la discoteca se agolpaban decenas de personas restregándose al ritmo de “Believe” de Cher. Focos de luz iluminaban secciones de la pista mostrando una orgia de música, alcohol y ganas de pásaselo bien. Desde la pequeña esquina de la barra en la que me encontraba se distinguían algunos de los palcos del local, en ellos se veían de vez en cuando siluetas entregadas de pleno a los mejores vicios. La música superaba con creces los decibelios aceptados y el humo del tabaco reptaba entre los invitados contagiándonos con su olor. Aun así, mi cerebro captaba de forma constante ese timbre dulce a vainilla característico. Recuerdo que me quedé absorta en la contemplación de un Adonis cercano y que giré la cabeza muy rápido, justo a tiempo de evitar que uno de los potentes focos de luz blanca me deslumbrara por completo. El foco se posó sobre su rostro solo un segundo. Un segundo que fue más que suficiente para dejarme sin respiración.

 – Nohi, ponme una copa de lo mejor que sepas mezclar- Ella hizo el gesto de no oírme y yo me incliné para susurrárselo al oído. El corazón me empezó a latir tan fuerte que tuve miedo de que su sonido acallara todos los demás ruidos del local. Ella levanto el pulgar y se puso a preparar algo que al probarlo me supo a gloria. A gloria y a tequila, claro. Pedí otro y después otro más. Al final de la noche todo era doble y el equilibrio pura ciencia ficción. El local se estaba quedando vacío y mis ojos se cerraban solos. Solo sentí que alguien me llevaba en brazos hacia algún lugar. Alguien que olía a vainilla y coco, así que sólo me dejé llevar.

Tras uno segundos en silencio, repasando toda la serie de acontecimientos, llegué a la conclusión de Nohi que ya era un poco tarde y yo no había dado señales de vida desde ayer, así que iba siendo el momento de aparecer por casa. Ella se ofreció a prestarme un poco de ropa, diciéndome que ya se la devolvería cuando me llamara para trabajar, y como soy una idiota me puse roja y asentí con la cabeza sin terminar de creerme que después de todo hubiera conseguido el trabajo. Al final, quedamos en vernos en el parque central de la ciudad, bajo la estatua del fundador, dentro de tres días a las cinco de la tarde.

Me vestí entonces rápidamente con una ligera camiseta roja y unos shorts vaqueros. Nohi es mucho más baja que yo y llevar aquella mini prenda de ropa era el único modo de que los pantalones no me quedaran rabicortos.

-Eres enana –le dije mirándola de reojo

-Eh, yo todavía no he dicho nada de que tengas chófer, niña rica- contestó mientras me tendía el teléfono.

 Llamé a Giuseppe y le pedí que me recogiera. El estudio de Nohi, en el barrio bohemio, queda en la otra punta de la ciudad. Incapaz de indicarle de un modo coherente la situación del piso, quedé en verme con él en el Jardín Botánico, único punto de referencia conocido. Insistió Nohi entonces en indicarme cómo llegar y acompañarme hasta el portal. Nos pusimos lo zapatos y salimos a un rellano humilde, muy limpio y cuyas escaleras datarían de la época de Carlos V como mínimo. Empezamos a bajar una detrás de otra, teniendo cuidado de no resbalar por las empinadas escaleras. Al llegar al rellano, Nohi que iba delante de mí, se giró un poco, casi nada, pero en sus ojos me pareció ver una tristeza insondable. Fue solo un segundo, así que nunca estaré realmente segura de si lo que vi era cierto porque al segundo Nohi me sonreía de esa forma cálida y traviesa que hace que me tiemblen las rodillas.

El portal era un espacio pequeño de paredes color ocre y buzones verdes. Con leve sensación de deja vú, contemplé ese lugar con calma y aparecieron los últimos coletazos de anoche. Nohi y el perfume a vainilla que la acompaña, ella estaba de espaldas y se movía inquieta, apoyando el peso en una pierna a otra de manera intermitente.

Discutía en otro idioma con alguien situado detrás de una pequeña garita. Recuerdo que deduje, -mientras enfocaba todos mis esfuerzos a tenerme más o menos en pie- que era el conserje del edificio, ya que así se explicaba que las paredes de un lugar tan poco seguro como aquel se mantuvieran sin graffitis. Tras un rato en el que me dediqué a curiosear los nombres de los buzones (extranjeros en su mayoría) Nohi logró hacer entrar en razón a la morsa con mostacho. Creo que la causa de la pelea era yo porque el hombre me miró varias veces por encima del hombro de ella. Al fin, se giró y me agarró del brazo para llevarme hacia arriba a través de unas escaleras gastadas. Abajo, se oía el sonido de una corrida mexicana que estaban poniendo en la radio del conserje.

- Me ha costado, pero al menos podrás pasar la noche aquí sin que se tenga que enterar la casera. Esa bruja cobra de más cada noche con invitado extra- dijo con abatimiento mientras me ayudaba a subir sin tropezar. Su cuerpo estaba muy pegado al mío y sus brazos calientes por el esfuerzo de levantarme. Cerré los ojos y murmuré una excusa, dejándome ir tranquilamente sin llegar a dormirme del todo, mientras mi paciente jefa nos apoyaba en la pared de un rellano de la escalera para descansar. El aire se volvió cálido cuando nos tapó a ambas con su ligero abrigo de entretiempo. Durante unos segundos me deleité aspirando su olor, escuchando el ritmo de su respiración, hasta que un susurro sutil escapó de sus exquisitos labios.

No sabes cuánto he soñado con este momento, las noches que pasé en blanco pidiendo por ti, imaginándote. Eres perfecta mi pálida musa porque sólo tú alientas al arte para que se consagre en belleza. Nuestras vidas se entrecruzan pese al pasado imborrable y temo que todo acabe en tragedia.

Ahora, todo seguía más o menos igual. El conserje continuaba encajado como podía dentro de su diminuta garita, pero esta vez estaba escuchando un bolero y al salir a la calle se despidió de nosotras con un leve asentimiento. Nohi me agarró entonces del brazo y comenzó a explicarme como llegar hasta las puertas del Jardín Botánico, pero yo no la escuchaba. Estaba absorta contemplando su forma ligera de andar, su sonrisa de dientes fuertes y blancos, pensando una y otra vez acerca de esas crípticas palabras que aún ahora no termino de encajar del todo, sin saber si fueron alguna clase de delirio onírico, etílico o poética realidad. Aunque no comprendo a que se refería exactamente, si me conoce de algún otro momento que yo he olvidado, cosa que dudo, o si por el contrario estaba jugando a ser una profeta mística.

Me despedí de Nohi a regañadientes, sabiendo que Giuseppe no podía verla o sus preguntas me atosigarían durante décadas. El muy maruja sabe que resortes pulsarme e interrogarme en aquel estado de resaca y nerviosismo podría haber sido una catástrofe. De todas formas, el desastre ya se mascaba en el ambiente, ya que aunque siempre se ha preocupado por mí y por mi incómoda tendencia a volver demasiado tarde y borracha de las fiestas, me suele guardar las espaldas delante de mi madre para luego echarme la bronca con tranquilidad después. Sin embargo, ya soy demasiado mayor como para que me prohíban salir o volver antes de la hora, así que el muy cabrón ha adoptado la sutil técnica de comportarse de una forma desquiciante cuando está molesto conmigo.

Estuve pues esperando un rato, apenas diez minutos, delante de las puertas del precioso Jardín Botánico y en ese tiempo estuve contemplando extasiada el lugar que me rodeaba. Todo estaba impregnado de la misma bohemia esencia que recordaba desde los trece años. Las tiendas de fruta con toldos brillantes, las flores en algunos balcones, y la gente, tan maravillosamente distinta unos de otros que pasea por la calle. Personas acarreando lienzos a medio pintar, un señor mayor con una espesa barba blanca y una boina que realizaba un retrato a una joven pareja, una señora en una cafetería, con la cabeza envuelta en un llamativo turbante, echando las cartas a una mujer rubia, vestida de diseño acompañada de un chico con rastas que rasgueaba una guitarra con desgana. En un banco cercano un viejo matrimonio chino daban de comer a las palomas en un apacible silencio. El aire olía a flores, cuyos efluvios salían, enroscándose en las rejas del jardín, para extenderse por todo el barrio. Gritos, voces, pitos de coches, música de aquí y allá, entrecruzándose para crear unas nuevas melodías, extrañas y perfectamente congruentes con los pequeños detalles de lo absurdo que pululaban por ahí. Con el cuerpo embargado de alegría me apoyé en una esquina y empecé a tararear una canción mientras sonreía sin parar, pero mi gozo fue prontamente abrumado por la venganza de Giuseppe que se materializó en un Corvette gris metalizado, el uniforme con todos los atributos y un trato ceremonioso, rayando la parodia, hacia mí. Ahora que lo pienso, pudo ser mucho peor, pero un paseíto triunfal por toda la ciudad, exhibiéndose como un pavo real y al mismo tiempo con una cortesía propia de un sirviente inglés del siglo pasado realmente es algo agotador para los nervios de cualquiera, más aún cuando todo el rato ves la burla y el descaro brillando en los ojos grises de Giuseppe.

En fin, fue duro. Continuas preguntas trampa, tratando de averiguar qué diablos hice yo anoche, si el giovinetto era guapo o no lo era, si había pasado algo serio immorale o había sido una ragazza casta, si había conseguido el trabajo o por el contrario la mie capacitá non sono adeguate. Tras mis oportunas excusas, mentiras a medias, evasiones y gruñidos de desagrado, pasó a sermonearme acerca de la inconveniente, la cattiva abitudine di bere, la mia irresponsabilità ela mia mancanza di moderazione y bla, bla, bla. Lo único en lo que podía pensar era en subir, escribirlo todo para no olvidarme jamás de nada y llamar a Clément, tomarme un café y reírme contenta aspirando a escondidas el olor a vainilla que todavía perdura en la camiseta.

martes, 5 de abril de 2011

El humo del narguile

Diario de Roma, 7 de agosto de 2008



“Dicen que más allá del ocaso vive la Bruja de las Tres Lunas, la última de los dioses inmortales que aún pueblan este mundo. Su belleza es tal que sólo con pronunciar su nombre puedes enamorarte de ella. Por eso la brisa nocturna que viene de Occidente es tan peligrosa, entre sus aullidos está escondido el veneno de la locura”

Creo que nunca podré expresar por completo el sentimiento que experimenté  la primera vez que la contemplé. No conozco las palabras adecuadas en esta, o cualquiera otra de las lenguas de los pueblos que viven bajo el sol en este mundo, que pueda de un solo término definir ese desgarro vital, esa intangibilidad aferrada durante un segundo máximo, épico, en el cual consigues sostener la mirada abismal del destino para descubrir los hilos del pasado, del futuro y la respuesta a las preguntas siempre formuladas, pero jamás contestadas.

Sin embargo, eso se disuelve en el mismo tiempo en el que el verso perfecto muere antes de poder ser pronunciado. Entonces te quedas de pie, con cara de estúpido, con la incómoda sensación de que por un momento lo tuviste todo, fuiste inmortal, pero lo perdiste en una sola mano. Comprender, olvidar todo lo entendido. Y el destino se desvanece riéndose a carcajadas sabiendo que ya nadie puede oírle.

El tiempo transcurrido, la forma en la que ambas nos perdimos, hace que todo se cubra de fino polvo dorado que reluce en los aspectos de ensueño. Los aspectos oscuros, sucios o la pura monotonía son a su vez cegados por ese nostálgico resplandor. Recuerdo que cuando la conocí brillaba el sol y que hacía una ligera brisa que aliviaba el calor. Lo sé porque cuando entré en aquella tetería cochambrosa las perlas de sudor de mi espalda se estremecieron al contacto con una oportuna corriente de aire provocándome un escalofrío.

O quizás no, quizás fuiste tú, solo tú, que me observabas atentamente con tus ojos negros de diosa jaguar. Quizá lo de la brisa fue solo una excusa que yo inventé en aquel momento. Posiblemente lo sea. Ya he inventado mil realidades, te he subido a cien altares diferentes para adorarte y he sacrificado a tu recuerdo toda la verosimilitud de esta historia.

No sé cómo supe que estabas en aquel altillo escondido. Creo atisbar cierta cotidianidad inconcebible en este escenario, en mi conversación con el camarero que me indicó dónde te encontrabas, en las personas que supongo habría alrededor tomando algo en aquel local, pero ahora lo veo imposible pues tú estabas allí y tú perteneces a otro mundo. Subí dejando atrás el pesado portón de madera que se cerró con firmeza a mis espaldas, como queriendo evidenciarme aún más que al otro lado estaba la común dimensión que yo había abandonarlo para siempre sin saberlo. Te recuerdo recostada en los cojines de seda raída con fingida desgana, envuelta en las suaves volutas de humo oloroso, picante, agrio y dulce que salía de tu tabaco y del de los demás clientes. Fumando tranquila, envuelta en un larguísimo chal verde brillante con estampado de arabescos, eras la ilusión de una hechicera oriental.

En ese momento me tendiste tu mano, en un vago y elegante gesto que invitaba a sentarse a tu lado, me observaste fijamente, muy seria, durante varios segundos y finalmente te reíste. Cuando lo hiciste vi campanas de plata sonando entre el vuelo de aves tropicales, fue un espejismo que tardó en derretirse -como yo- ante tu sonrisa lo que tardaste en formularla. Y aún riendo me susurraste mirándome directamente a los ojos la frase que me perdió por completo y que hoy, tras tantos años, me impide abandonar la esperanza de ver otra vez abiertas las puertas del paraíso.

“Te he encontrado, mi Musa”

Entonces me dijo su nombre: Nohi.

Olía a vainilla. 





jueves, 18 de noviembre de 2010

Memorias de un músico on the road: del espíritu giri al aloha (I)


Capítulo Segundo

The House Of The Rising Sun

Posiblemente, para muchos de mis lectores entender esta parte tan fundamental de mi historia les resultará difícil. La sociedad japonesa tiene unos pilares que la han sostenido durante milenios, pilares más fuertes que cualquier catedral occidental que se pueda imaginar. Estas enormes columnas se componen sólo de tres elementos: el honor, la obligación y el deber familiar, el  espíritu giri.
Actualmente -si contamos el tiempo como en mi país natal- estamos en la era Showa, según el calendario occidental, año 1987 de la misma. Las eras se suceden con los emperadores y bajo la mirada de Hirohito se han producido cambios revolucionarios, acontecimientos que han trastocado por completo a la hasta entonces estática y tradicional sociedad japonesa. La primera apertura al capitalismo y el triunfo de la Revolución Soviética en el 1917, el  durísimo crack del 29 que llevó a mí país al borde del caos político y el temor al comunismo que exaltó más aún el ya de por sí exacerbado nacionalismo. La guerra con la vecina China y ante todo, sobre todas las demás cosas, la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial alineada con el llamado eje. Los bombardeos constantes a Tokyo y la desgarradora derrota ejemplificada con la caída de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.
En 1952 Japón volvió a ser un país con soberanía propia tras la ocupación norteamericana, la única sufrida en Japón a lo largo de su milenaria historia. Los norteamericanos juzgaron a los militares,  reformaron el país e instauraron la democracia y es en este contexto de novedad absoluta cuando se produce mi nacimiento. He realizado esta introducción porque deseo que entendáis las profundas razones que me han llevado a ser lo que soy durante esta vida. El único fin que me ha llevado a escribir este relato es que seáis capaces de oír el susurro de los cerezos, de oler el aroma del té cuando tu madre lo traspasa con cuidado de la tetera al vaso en la ancestral ceremonia, y de comprender la presión ahogada que suponía esa sombra de la posguerra que viví en mis primeros años de vida.
Nací en 1955 y aunque el horror de la guerra aún no había sido borrado de la mente de las gentes, el despunte de lo que sería llamado milagro económico, empezaba a hacerse notar. Mi familia fue de las primeras en situarse en la vanguardia empresarial. El carácter emprendedor de mi padre y sus buenos contactos nos erigieron poco a poco como uno de los mayores bancos del país. Mi infancia transcurre entre hombres de traje y damas refinadas que tenían escasas preocupaciones más allá de si el kimono que llevarían por la tarde resultaría apropiado.
[…]La nuestra era una casa al estilo antiguo, con un gran terreno, jardines y diferentes casas armónicamente distribuidas por el espacio articuladas en torno a patios con estanques. Mi familia y los hermanos de mi padre junto con mis primos vivíamos en la casa principal, la más grande y hermosa de todo el complejo. Nos rodeaban otras cuatro casas, dedicadas a parientes menores y las humildes casas de techumbre baja donde se alojaba servicio. Para separar las diferentes construcciones había pequeños bosquecillos compuestos por diferentes tipos de árboles, pero sólo a la casa principal le correspondía el honor de estar rodeada íntegramente por cerezos. Una forma muy sutil de demostrar quienes eran los señores de la casa. […] Sin embargo, aunque el espectáculo de los cerezos en flor era el que más agradaba a mi padre, para mí el lugar más bello era patio interior de la gran mansión. Un pequeño paraíso con un estanque sembrado de hermosas flores de loto sobrevoladas por libélulas. […] Aún hoy, cuando pienso en mi hogar lo primero que recuerdo son las largas tardes veraniegas que pasé junto a mi madre en ese patio, observando las flores arrullado por el zumbido de las libélulas. Su zumbido constituye uno mis más preciados recuerdos y todavía cuando las oigo viajo en el tiempo a esa infancia feliz transcurrida entre algodones.
[…]Crecí pues en un ambiente estrictamente jerarquizado, muy ordenado, pero aún así no creo que haya tenido una mala infancia, más bien todo lo contrario. […] Estos años transcurrieron de forma plácida, entre juegos y excursiones al campo fui creciendo como una planta bajo los cálidos rayos del sol.
[…] Sin embargo, algo vino a perturbar esta tranquilidad. Algo que me cambió por completo e hizo que el niño tranquilo y sumiso se desvaneciera en el tiempo para dar paso al joven rebelde que lo abandonó todo por perseguir un sueño. Ese algo fue la melodía rasgueada de una guitarra española.

En 1964 se celebraban los Juegos Olímpicos de Tokyo, durante los años anteriores la ciudad se estuvo preparando para la ocasión, dispuesta a demostrar todo su poderío a Occidente. […] Exquisito urbanismo, arquitecturas de vanguardia surgieron como por arte de magia entre templos sionistas centenarios. Recuerdo de esta época el sonido constante de las máquinas proveniente de los edificios que se construían sin cesar. Los obreros trabajaban en cuatro turnos y el murmullo de las grandes máquinas se oía incluso a medianoche. […] Fueron los primeros juegos televisados a color y en cámara lenta y aún recuerdo como si fuera ayer la decepción que sentí al ver en el movimiento congelado de la pequeña pantalla cómo un europeo vencía al ídolo de Japón en Judo, al atleta Kaminaga.
[…] En aquel entonces tenía nueve años. Así que cuando mi padre llegó a casa con la noticia de que habíamos sido invitados a una fiesta en el parque olímpico Meiji, me emocioné hasta el límite. Aunque a la fiesta iban en  su mayoría embajadores y espectadores privilegiados, me empeñé en ir con la ilusión de poder ver a algún deportista de élite. […] Pese a que mi padre se negó en un primer momento finalmente se ablandó ante mis ruegos, súplicas y promesas de no decepcionarle y comportarme de forma ejemplar.
Finalmente llegó el día de la fiesta, junto a mi padre, muy serio y vestido con un sobrio traje gris, mi madre deslumbraba a todos con el elegante tocado de plata que llevaba prendido de su melena azabache. Recuerdo que el pequeño traje que llevaba me incomodaba y la corbata verde me daba mucho calor. Junto a nosotros, como dos sombras, dos de los habitantes de las casas menores del complejo, ambos con traje marrón, cuya obligación era servir de traductores a mi padre y a mi madre respectivamente a lo largo de toda la noche. Bajo el techo cuajado de luces brillantes que hacían refulgir el servicio de vajilla, las mujeres japonesas se deslizaban entre los asistentes ataviadas con deslumbrantes kimonos. Recuerdo que las occidentales me sorprendieron con sus vestidos cortos y sus formas alegres, poco respetuosas que diferían de cualquier código de conducta que conocía. Me llamaron la atención, más que las rubias y un poco escandalosas norteamericanas, las esposas de los hombres franceses e italianos que pululaban por la sala. Mujeres de dientes blancos, piel ligeramente aceitunada y sobre todo, risa siempre presta en los labios. Aquel desenfado, esa forma de despreocupada que tenían de bailar y enseñar las piernas ante el escándalo de los tradicionales hombres de negocios japoneses, me maravillaron. Creo que esa fue la noche en la que me enamoré del rasgo que a mis ojos, más embellece a una mujer: la alegría de vivir.
Esa noche, mientras cenábamos los exquisitos manjares que los camareros, discretos como sombras ponían ante nosotros, le prometí a mi madre que de mayor me casaría con una mujer occidental, lo que me valió una ligera reprimenda y todo un sermón acerca de las virtudes de las dóciles, serias y decentes mujeres japonesas frente a esa sensualidad vulgar de la que hacían gala las extranjeras.
La fiesta fue avanzando […] y pronto los hombres se reunían en corrillos, bebían whisky y tomaban decisiones, firmaban pactos y hacían negocios que con toda seguridad cambiarían la vida de bastantes personas. Mi padre buscaba abrirse las puertas de países europeos a la exportación de sus productos, concretamente a todos aquellos inaccesibles a los productos de los grupos competidores más directos. Países como la Unión Soviética, España o Centroeuropa eran para él tentadores. […]
Aburrido de permanecer junto a mi padre en charlas que no comprendía y negándome a ir junto a mi madre ya que la conversación de las mujeres me parecía aún peor, decidí investigar el lugar un poco por mi cuenta. Creo que era el único niño de la fiesta, así que nadie me prestaba demasiada atención, más bien lo contrario. Con el pensamiento de que era un detective buscando a un asesino, fui escondiéndome en los rincones buscando pistas de este criminal imaginario. Así fui recorriendo salas vacías, algunas con algún aparato de gimnasia que procuraba no tocar demasiado, no fuera a ser que en mi ignorancia rompiera algo. De pronto, en la penumbra, mientras orgullosamente prendía un trozo de la bufanda del malvado asesino –en realidad una pelusa de color rojizo- que había encontrado bajo las colchonetas/cajas de contrabando de la mafia de una de las salas, oí un sonido que me hizo dejar rápidamente mis juegos.
Un sonido armónico, que se parecía ligeramente al que emitían los shamisen, pero mucho más grave, un sonido sensual, pausado y chispeante. La melodía provenía de una pareja que había sentada sobre otro grupo de colchonetas, justo en el otro extremo de la sala. Desde mi escondite pude observar furtivamente a aquellas personas, ambas extranjeras, que habrían de cambiar para siempre mi destino.
Recuerdo que él era de piel muy morena, casi anaranjada, producto de su fuerte bronceado. Sus ojillos azules eran realmente minúsculos incluso para un asiático y refulgían con picardía, profundas patas de gallo surcaban sus sienes y una cicatriz rosada cruzaba su mejilla hasta llegar a su nariz ganchuda. Tenía una barba larga y plateada, a juego con su pelo blanco, sino por la edad, si por lo rubio del mismo que casi rozaba lo platino. Un sombrero vaquero realizado con piel de serpiente tapaba ligeramente esta cabellera y unas botas estilo cowboy le proporcionaban el toque final de ricachón petrolero tejano. Su aspecto era bonachón y reía sin parar mostrando una fila de dientes blancos y desiguales, quizá auspiciado por la pequeña botella de vino que sujetaba en su mano de forma desganada. Sus manos estaban curtidas del sol, y con esas manos toscas acariciaba las piernas blancas de la segunda mujer más bella que he contemplado jamás.
Las manos del tejano subían y bajaban por las largas piernas de porcelana de la diosa que le acompañaba mientras ella reía y le apartaba la mano con fingida decencia. Su cuerpo esbelto estaba ceñido por un escotado vestido rojo y del largo cuello blanco colgaba un collar de brillantes. La melena rubia, muy rizada, se había escapado en su mayoría del moño que le colgaba deshecho de la nuca. Era una mujer realmente hermosa, de almendrados ojos azul oscuro y labios color cereza. Sus facciones resultaban delicadas, pero un brillo vivo en su mirada la despojaba de cualquier aire de fragilidad. De sus manos pendía un extraño instrumento, curvilíneo como ella, que cobijado en su regazo desprendía bajo el hechizo de los dedos de la mujer sonidos que me resultaban mágicos.
Si soy sincero, no sé si la mujer era tan hermosa como mis recuerdos me enseñan, pero ni toda su belleza eclipsaba para mí la atención que en ese momento le prestaba a ese instrumento.
De pronto, la mujer regañó a su acompañante, que dejó de acariciarla para pasar a simplemente estrecharla contra su pecho. Recostada sobre él, la mujer dejó de tocar melodías al azar y se dispuso a tocar una sonata. La canción, triste y desgarradora, casi consigue hacerme llorar, pero resistí por miedo a delatarme. La voz de la mujer era dulce, pero melancólica y aunque no entendí la letra me conmovió profundamente. Lo cierto es que sus dedos punteaban las cuerdas con mesura, desmitificando en parte ese espíritu apasionado que los japoneses atribuíamos a los occidentales.
Embelesado, sin querer tropecé e hice un poco de ruido, alertando rápidamente a la pareja que se puso en guardia, aunque sin separarse el uno del otro. Avergonzado, avancé hasta ellos dando pasitos cortos y con la cabeza gacha. Al verme se echaron a reír y creo que ella pregunto de quién era hijo porque me pareció escuchar mi apellido pronunciado de una forma extraña. La mujer me cogió de una mano y el hombre de otra, sus tactos eran muy distintos, uno suave como la seda, otro rudo como el cuero. Me acompañaron a la gran sala donde estaba servido el banquete. Al llegar, mi madre, se acercó corriendo hasta ellos y empezó a disculparse, agachando la cabeza en continuas reverencias, mientras me regañaba.
Mi padre también se acercó, separándose del grupo y con él uno de los traductores que hacían posible la comunicación en la torre de babel que era aquella cena. Sin que nadie lo advirtiera me lanzó una mirada gélida que me hizo temer lo peor. Al igual que mi madre, se disculpó por mi comportamiento con una suave inclinación de cabeza. El traductor les transmitió las disculpas que mis padres pretendían expresar, sin embargo no las aceptaron bajo el alegato de que yo no había hecho nada mal y por tanto no merecía reprimenda de ningún tipo.
La conversación prosiguió y pronto los hombres empezaron charlar acerca de dinero, economía y sobre todo negocios. Como me aburrían esas discusiones decidí volverme junto a mi madre y la extranjera. Así me enteré de que la mujer se llamaba Roxanne y de que el instrumento que tocaba se llamaba guitarra española. Sentado en las rodillas del hombre del traje marrón, escuché como mi madre y Roxanne hablaban de sus respectivas vidas, supe entonces que el marido de Roxanne se llamaba Walker y que tenía negocios en México, donde solían viajar con frecuencia. Allí conocieron a un grupo de exiliados republicanos del régimen español franquista, fueron ellos los que enseñaron a Roxanne a tocar la guitarra y a cantar aquellas desgarradoras canciones repletas de la nostalgia de estar lejos de casa. Volvió Roxanne a sacar la guitarra y entonó de nuevo aquel canto de soledad, bajo la atenta mirada del resto de los asistentes que se deleitaban con la música, desapareció en ese momento para mí toda la sala: mis padres, el señor donde estaba sentado e incluso la americana, para quedar sólo la guitarra y el bello sonido que producía.

[…]Desde aquel día, durante casi un año, supliqué a mis padres para que me compraran uno de esos instrumentos por mi cumpleaños. Al principio mi madre se negaba, alegando que no me lo merecía por cómo había conocido las guitarras, infringiendo deliberadamente mi palabra de portarme correctamente en la fiesta. Ella creía que si me lo compraba volvería a desobedecerles por su culpa, porque estaba encantado con su sonido. Por el contrario mi padre decía que la música, aunque afición noble, me distraería de mis estudios y por otro lado la guitarra era algo extranjero, incomparable su sonido al de los delicados shamisen japoneses […]
En ese tiempo caí enfermo de unas malas fiebres que por poco no me llevaron de vuelta con mis antepasados […] pasé días en el hospital en un estado de semiinconsciencia del que desperté una mañana clara de primavera. Cuando abrí los ojos lo primero que pude contemplar fue el bello rostro de mi madre, con las mejillas coloradas y lágrimas recorriéndolas de felicidad. Rápidamente empezó a llamar a mi padre que llegó pronto a mi lado, desaseado y con la barba mal afeitada, él que fue siempre tan pulcro. Al llegar a mi lado una sonrisa de felicidad se extendió por su cara y por primera vez y última vez en mi vida, me estrechó entre sus brazos [...]
[…] Cuando mis padres se tranquilizaron tras la charla con el doctor […], mi padre se desplazó a un lado y fue hasta el pequeño armario azul de la consulta. De él sacó un enorme estuche de cuero negro desgastado y cierres de bronce, me lo acercó con cuidado y lo miré para ver si veía en él alguna respuesta a qué contenía aquello. Era grande, medía cerca de metro y medio, poco menos que yo en aquel entonces. Nervioso abrí los cierres para encontrarme en su interior con una preciosa guitarra española. No era nueva, eso se veía en los arañazos que la caja mostraba, pero era magnífica. Realizada en palosanto de la India, estaba recubierta de un barniz que le daba unos extraños reflejos rojizos. Su mástil era muy oscuro y sus cuerdas metálicas poseían diferentes tipos de dorado.
Sin podérmelo creer empecé a chillar de alegría, mientras mi padre intentaba explicarme a duras penas que se la había comprado la tarde anterior a un marinero. Por lo visto su anterior propietario, compañero de camarote del marinero, había fallecido a bordo del barco por culpa de un atragantamiento y su única posesión era esa guitarra. Mi padre le encontró observando los cerezos del parque próximo al hospital y entabló conversación con él, buscando que el tiempo pasara más rápido mientras yo yacía convaleciente. Ese, junto al abrazo, creo que han sido los dos únicos gestos sentimentales de mi padre que le he visto hacer. Por unos cuantos billetes le vendió la guitarra, asegurándole que si bien estaba muy usada, era de una calidad excelente […]
Pasé dos días más en el hospital, ya estaba bien, pero el médico quería asegurarse. En ese tiempo no hice otra cosa que no fuera pensar un nombre para mi guitarra. Al final me decidí por Mio () que significa sonido, belleza y hermosura. Mio fue, sin lugar a dudas, mi primer amor. No sabía yo a mis diez años y mientras acariciaba con suavidad a mi recién bautizada guitarra, que aún quedaba otra década para que pudiera conocer al segundo.

lunes, 1 de noviembre de 2010

La musa vencida


Diario de Roma, 13 de junio de 1998

“Mantuve mi voluntad firme en la guerra, elevé mi frente ante el hambre y sufrí de enfermedad allí donde no había cura posible. Me endurecí como el mármol y me torné flexible como el bambú de la montaña. Renací como fénix de entre los restos de mi esqueleto marfileño y encontré la esencia de la vida en el arte de un nuevo amor”
Lo primero que me llamó la atención del nuevo café del centro comercial fue su minimalismo. Un minimalismo incómodo. De mala gana me mordí la lengua y evité hacer cualquier comentario demasiado mordaz al respecto. Clément es un fanático de los espacios diáfanos y como me iba a ayudar a buscar empleo le debía un favor, así que no iba a molestarle criticando sus gustos. Nos sentamos al fondo del local, en una de las mesas más próximas a la inmensa ventana panorámica que se abría a la ciudad. Tras las elevadas siluetas de algunos de los rascacielos del barrio financiero, se vislumbraba una parte del puerto. Bajo el cielo azul índigo cuajado de suaves nubes blancas de verano, el océano, de un azul oscuro e impenetrable dominaba la mayor parte del paisaje.
- ¿Así que Giuseppe intervino a tiempo al final? No sé qué clase de relación tendría con tu madre cuando ambos eran más jóvenes, pero hizo bien en contratarlo. Es un hombre inteligente y creo que ha demostrado más de una vez lo mucho que te aprecia. Es el guardaespaldas perfecto.
La verdad es que tardé un poco en asimilar lo que había dicho, la silla de plástico naranja era muy dura y pese a que su diseño geométrico fuera especialmente atractivo, su funcionalidad era casi nula. Lo que estaba diciendo Clément era interesante y yo apenas podía prestarle atención debido a que mis cinco sentidos estaban orientados a revolverme en mi asiento esperando encontrar una postura más confortable. Cuando por fin encontré una forma de que las barras de metal que conformaban el respaldo de la silla no se me clavaran en la espalda, pude responderle.
-  Sabes que no me gusta que lo llames guardaespaldas –gruñí.
- Pero es lo que es, Roma. Nunca he entendido esa manía tuya de llamarlo “chófer”. Puede que esa sea la función que desempeña la mayor parte del tiempo, pero no fue contratado para eso y lo sabes.
Iba a contestarle de forma ácida, pero la camarera llegó justo a tiempo con nuestros capuchinos con caramelo. Era una chica guapa, muy “chic”. Llevaba el pelo muy corto, de color platino y los labios pintados de rojo. Al dejar los cafés sobre nuestra mesa sonrió manifiestamente a Clément y se inclinó hacia él para ofrecerle un poco de azúcar. Clément la observó de reojo con vago interés. Nada fuera de lo normal.
Hay algo que todo el mundo debería saber de Clément: es el hombre más irresistible que conocerás jamás, es el hombre de tus sueños. Sin embargo es inalcanzable, más que si fuera sólo fantasía. Nunca he conocido a nadie que haya conseguido despertar su amor, jamás se ha estremecido por unos ojos o por el tacto de una piel. De forma cortés, pero inexorable rompe corazones en diez mil pedazos.
Esto le suele causar problemas ya que no todo el mundo responde bien. La mayoría termina aceptándolo tarde o temprano para pasar acto seguido a odiarme a mí. Clément es la causa principal de que no haya tenido relación con ninguna de mis compañeras del instituto. Cuando éramos pequeñas tener un amigo “chico” era extraño. Cuando tenía trece años todas me reprochaban no contarles ninguna de las “cosas de novios” que en su mente yo hacía con él.
Pero pronto el protoadolescente adorable se convirtió en un ser que arranca miradas lánguidas, sonrojos involuntarios y toda una corte de ilusiones a su paso.
 Me gané la envidia de todas mis compañeras, incluso de las que nunca me habían prestado demasiada atención. Conforme Clément las iba rechazando su odio crecía hasta volverse algo irracional. Me detestaban y ni siquiera les importaba que yo no tuviese nada con él. Decían que Clément estaba locamente enamorado de mí y que yo era tan soberbia, tan creída por ser la heredera de una gran empresa, que le desdeñaba y lo utilizaba como mi pagafantas particular. Algo imposible, ridículo y muy, muy doloroso.
Porque si alguno de los dos estuvo una vez enganchado al otro, fui yo quien lo estuvo. Porque cuando me empezó a gustar Clément no tenía más que catorce años y no fue tras mil insinuaciones e intentos frustrados cuando me percaté de que para Clément no era más que la mejor de las amigas y que sería una ilusa más si pensaba en ser algún día algo más que eso. Así quedaron las cosas y así quiero mantenerlas ahora y siempre. Ya que unos meses después se me pasó la tontería y me di cuenta de que no quería arruinar la única amistad que poseía en la vida.
Me quedé así, perdida en mis pensamientos, hasta que la camarera se cansó de tirar su anzuelo. Mientras se iba, Clément se giró hacia mí, puso cara de hastío y me pasó un platito negro con la cuenta. Dentro iba un número de teléfono garrapateado. Me eché a reír y pagué el sablazo religiosamente, le prometí, muy a mi pesar, que yo invitaría. Estaba contenta. Había recordado cuando aquellas cosas me producían tristeza, pero ahora verlo acosado por las mujeres sólo me hacía gracia.
Supongo que eso es la pura amistad.
- ¿Qué te parece si miramos en el centro comercial por trabajo?- me preguntó Clément mientras bajábamos por las escaleras mecánicas. Por un momento estuve tentada a decirle que sí, pero al ver la multitud de gente que entraba y salía de las tiendas me di cuenta de que encontrar algo por horas era sencillamente imposible. El trabajo de dependienta o incluso de simple azafata de stands requería estar allí horas, horas en las que tenía que asistir al carísimo curso del Centro de Lenguas o bien estudiando para la universidad. No, allí no iba a encontrar nada y así se lo hice saber a Clément.
- Tienes razón. Sólo hay que ver la cantidad de personas que trasiegan por aquí. Además que con lo insociable que eres te echarían a la mínima y te quedarías sin coartada – me dedicó una sonrisita burlona y antes de que pudiera contestarle empezó a tironearme del brazo, rumbo hacia la puerta – Podemos preguntar en tiendas pequeñas, de ésas que abundan por el centro. Seguro que si le explicas la situación a alguien te da más libertad, aunque te tenga que pagar menos. De todas formas siendo hija de quien eres se darán prisa en contratarte, siempre viene bien que alguien más poderoso que tú te deba un favor…
- ¿A qué te refieres? Ni que mi familia fuera de la mafia o algo- protesté mientras me dejaba arrastrar por las calles colindantes del centro comercial – Además no sé por qué iba a ser más fácil que me contraten en una tienda pequeña que en una sede de una multinacional, más aún cuando las segundas son menos exigentes todavía.
- En primer lugar, no es la mafia, pero nuestras familias pueden ofrecer puestos de trabajo o prestar dinero, avalar en un banco… cosas que en determinados momentos pueden resultarte clave para salir de un aprieto. En segundo lugar, en una sede multinacional no te van a tratar de forma diferente ni te darán tanta libertad como una tienda pequeña. Los jefes de estas tiendas trabajan con cifras, no con personas ¿Así pretendes tú haber aprobado el examen de economía? ¿Con esas ideas?
- Menuda mierda. Ni méritos ni ostias, sino quién es tu padre o tu madre…
Clément se encogió de hombros como respuesta. Enseguida empezamos a mirar por ahí, pero apenas había anuncios de “se necesita personal” en los escaparates de los pequeños comercios. Nada raro si se tiene en cuenta que la inmensa mayoría pertenecían a grupos familiares. Los pocos lugares en los cuales se buscaba a nuevos trabajadores tenían un perfil demasiado especializado como para que yo pudiese siquiera acceder a ellos. Así, tras horas de búsqueda infructuosa, nos fuimos derrotados a casa, pero antes decidimos pasar por el parque cercano. Bueno, en realidad fue Clément quien lo decidió, yo sólo pude seguirle mientras me arrastraba bajo los robles arguyendo que una buena caminata por el camino que transcurre entre los árboles me quitaría el desánimo.
Como tantas otras veces, Clément acertó de llenó y sentir el suave crujir de los guijarros bajo mis pies me hizo sonreír con serena tranquilidad. En ese momento, me apacigüé un poco y renové mis esperanzas en el próximo día. Aunque no se lo había dicho, ver oportunidad tras oportunidad evadirme, rechazarme o simplemente mostrarse inalcanzable me había hecho flaquear en la confianza que poseo en mis habilidades. De esta forma, mientras oía a Clément hablarme de unos chismorreos que escuchaba con parecida atención a la estática de un viejo televisor, me juré que nunca, cuando yo liderara la empresa, enviaría a nadie al paro en pro de un pingüe beneficio por mi parte. Jamás. Si una sola tarde buscando un trabajo falso me había minado tanto mi autoconfianza ¿Qué clase de pensamientos cruzaban por la mente de quien lleva en su busca meses y ve como estos se cierran a su paso? ¿Qué clase de visión de sí mismo cabe pues esperar del padre o madre de la familia que se ve incapaz de dar sustento a sus hijos? En esas duras condiciones, unos miles de euros más en mi cuenta no valen la pena.
De pronto, un sutil, suave, casi susurrante aroma a vainilla invadió cada ápice de mi cerebro como el veneno de una víbora se extiende por su presa. De una forma rápida, aguda y dolorosa sentí que empezaban a turbarse mis sentidos. Me eché a correr tras ese perfume sin pensarlo, sin saber por qué. Me evocaba algo, un recuerdo huidizo que, aún ahora en la tranquilidad de mi cuarto no consigo averiguar. Me llevó ante una nota de papel ocre, pegado a duras penas con un poco de celo al fuste de una farola. Estaba mojado por la lluvia y en algunas partes el mensaje que llevaba era casi ilegible. Al verlo di un salto de alegría y Clément se apresuró a arrancarlo de su lugar para poder examinarlo mejor aquí, en casa. Transcribo por eso el papel en este cuaderno, como recuerdo no sólo de la experiencia que promete, sino como pista para rescatar esa imagen de entre mis recuerdos.
Se busca musa
¡Saludos! Soy una artista de tercero de Bellas Artes que ha sido cruelmente abandonada por la inspiración. Por ello estoy buscando a una joven nínfula, una bella musa que con su presencia de vida a mi arte. Si crees ser una modelo con talento y necesitas un trabajo flexible, sin horarios y razonablemente bien remunerado llama a este  teléfono 555-528-491 y pregunta por Nohi para concertar una prueba.

Así que aquí estoy, con el mensaje en la mano y el móvil en la otra. He hablado con mi madre, con Giuseppe y con Clément y todos me dicen que llame, que no tengo nada que perder. Además parecen encantados con la idea de verme convertida en modelo amateur. Por otra parte las dos ganamos. Ella no tendría por qué pagarme, sólo hacerme un contrato, y conseguiría una modelo eventual. Yo tendría mi coartada, así que es perfecto. Sin embargo, me siento extraña, nerviosa. Creo que es como si pulsara el botón de la autodestrucción. El mismo presentimiento gris que tuvo aquel que de una sola inicua acción revolucionó, por casualidad, todo un mundo.
Finalmente, huelo el suave perfume que desprende la nota, respiro hondo y marco el número con determinación.