jueves, 18 de noviembre de 2010

Memorias de un músico on the road: del espíritu giri al aloha (I)


Capítulo Segundo

The House Of The Rising Sun

Posiblemente, para muchos de mis lectores entender esta parte tan fundamental de mi historia les resultará difícil. La sociedad japonesa tiene unos pilares que la han sostenido durante milenios, pilares más fuertes que cualquier catedral occidental que se pueda imaginar. Estas enormes columnas se componen sólo de tres elementos: el honor, la obligación y el deber familiar, el  espíritu giri.
Actualmente -si contamos el tiempo como en mi país natal- estamos en la era Showa, según el calendario occidental, año 1987 de la misma. Las eras se suceden con los emperadores y bajo la mirada de Hirohito se han producido cambios revolucionarios, acontecimientos que han trastocado por completo a la hasta entonces estática y tradicional sociedad japonesa. La primera apertura al capitalismo y el triunfo de la Revolución Soviética en el 1917, el  durísimo crack del 29 que llevó a mí país al borde del caos político y el temor al comunismo que exaltó más aún el ya de por sí exacerbado nacionalismo. La guerra con la vecina China y ante todo, sobre todas las demás cosas, la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial alineada con el llamado eje. Los bombardeos constantes a Tokyo y la desgarradora derrota ejemplificada con la caída de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.
En 1952 Japón volvió a ser un país con soberanía propia tras la ocupación norteamericana, la única sufrida en Japón a lo largo de su milenaria historia. Los norteamericanos juzgaron a los militares,  reformaron el país e instauraron la democracia y es en este contexto de novedad absoluta cuando se produce mi nacimiento. He realizado esta introducción porque deseo que entendáis las profundas razones que me han llevado a ser lo que soy durante esta vida. El único fin que me ha llevado a escribir este relato es que seáis capaces de oír el susurro de los cerezos, de oler el aroma del té cuando tu madre lo traspasa con cuidado de la tetera al vaso en la ancestral ceremonia, y de comprender la presión ahogada que suponía esa sombra de la posguerra que viví en mis primeros años de vida.
Nací en 1955 y aunque el horror de la guerra aún no había sido borrado de la mente de las gentes, el despunte de lo que sería llamado milagro económico, empezaba a hacerse notar. Mi familia fue de las primeras en situarse en la vanguardia empresarial. El carácter emprendedor de mi padre y sus buenos contactos nos erigieron poco a poco como uno de los mayores bancos del país. Mi infancia transcurre entre hombres de traje y damas refinadas que tenían escasas preocupaciones más allá de si el kimono que llevarían por la tarde resultaría apropiado.
[…]La nuestra era una casa al estilo antiguo, con un gran terreno, jardines y diferentes casas armónicamente distribuidas por el espacio articuladas en torno a patios con estanques. Mi familia y los hermanos de mi padre junto con mis primos vivíamos en la casa principal, la más grande y hermosa de todo el complejo. Nos rodeaban otras cuatro casas, dedicadas a parientes menores y las humildes casas de techumbre baja donde se alojaba servicio. Para separar las diferentes construcciones había pequeños bosquecillos compuestos por diferentes tipos de árboles, pero sólo a la casa principal le correspondía el honor de estar rodeada íntegramente por cerezos. Una forma muy sutil de demostrar quienes eran los señores de la casa. […] Sin embargo, aunque el espectáculo de los cerezos en flor era el que más agradaba a mi padre, para mí el lugar más bello era patio interior de la gran mansión. Un pequeño paraíso con un estanque sembrado de hermosas flores de loto sobrevoladas por libélulas. […] Aún hoy, cuando pienso en mi hogar lo primero que recuerdo son las largas tardes veraniegas que pasé junto a mi madre en ese patio, observando las flores arrullado por el zumbido de las libélulas. Su zumbido constituye uno mis más preciados recuerdos y todavía cuando las oigo viajo en el tiempo a esa infancia feliz transcurrida entre algodones.
[…]Crecí pues en un ambiente estrictamente jerarquizado, muy ordenado, pero aún así no creo que haya tenido una mala infancia, más bien todo lo contrario. […] Estos años transcurrieron de forma plácida, entre juegos y excursiones al campo fui creciendo como una planta bajo los cálidos rayos del sol.
[…] Sin embargo, algo vino a perturbar esta tranquilidad. Algo que me cambió por completo e hizo que el niño tranquilo y sumiso se desvaneciera en el tiempo para dar paso al joven rebelde que lo abandonó todo por perseguir un sueño. Ese algo fue la melodía rasgueada de una guitarra española.

En 1964 se celebraban los Juegos Olímpicos de Tokyo, durante los años anteriores la ciudad se estuvo preparando para la ocasión, dispuesta a demostrar todo su poderío a Occidente. […] Exquisito urbanismo, arquitecturas de vanguardia surgieron como por arte de magia entre templos sionistas centenarios. Recuerdo de esta época el sonido constante de las máquinas proveniente de los edificios que se construían sin cesar. Los obreros trabajaban en cuatro turnos y el murmullo de las grandes máquinas se oía incluso a medianoche. […] Fueron los primeros juegos televisados a color y en cámara lenta y aún recuerdo como si fuera ayer la decepción que sentí al ver en el movimiento congelado de la pequeña pantalla cómo un europeo vencía al ídolo de Japón en Judo, al atleta Kaminaga.
[…] En aquel entonces tenía nueve años. Así que cuando mi padre llegó a casa con la noticia de que habíamos sido invitados a una fiesta en el parque olímpico Meiji, me emocioné hasta el límite. Aunque a la fiesta iban en  su mayoría embajadores y espectadores privilegiados, me empeñé en ir con la ilusión de poder ver a algún deportista de élite. […] Pese a que mi padre se negó en un primer momento finalmente se ablandó ante mis ruegos, súplicas y promesas de no decepcionarle y comportarme de forma ejemplar.
Finalmente llegó el día de la fiesta, junto a mi padre, muy serio y vestido con un sobrio traje gris, mi madre deslumbraba a todos con el elegante tocado de plata que llevaba prendido de su melena azabache. Recuerdo que el pequeño traje que llevaba me incomodaba y la corbata verde me daba mucho calor. Junto a nosotros, como dos sombras, dos de los habitantes de las casas menores del complejo, ambos con traje marrón, cuya obligación era servir de traductores a mi padre y a mi madre respectivamente a lo largo de toda la noche. Bajo el techo cuajado de luces brillantes que hacían refulgir el servicio de vajilla, las mujeres japonesas se deslizaban entre los asistentes ataviadas con deslumbrantes kimonos. Recuerdo que las occidentales me sorprendieron con sus vestidos cortos y sus formas alegres, poco respetuosas que diferían de cualquier código de conducta que conocía. Me llamaron la atención, más que las rubias y un poco escandalosas norteamericanas, las esposas de los hombres franceses e italianos que pululaban por la sala. Mujeres de dientes blancos, piel ligeramente aceitunada y sobre todo, risa siempre presta en los labios. Aquel desenfado, esa forma de despreocupada que tenían de bailar y enseñar las piernas ante el escándalo de los tradicionales hombres de negocios japoneses, me maravillaron. Creo que esa fue la noche en la que me enamoré del rasgo que a mis ojos, más embellece a una mujer: la alegría de vivir.
Esa noche, mientras cenábamos los exquisitos manjares que los camareros, discretos como sombras ponían ante nosotros, le prometí a mi madre que de mayor me casaría con una mujer occidental, lo que me valió una ligera reprimenda y todo un sermón acerca de las virtudes de las dóciles, serias y decentes mujeres japonesas frente a esa sensualidad vulgar de la que hacían gala las extranjeras.
La fiesta fue avanzando […] y pronto los hombres se reunían en corrillos, bebían whisky y tomaban decisiones, firmaban pactos y hacían negocios que con toda seguridad cambiarían la vida de bastantes personas. Mi padre buscaba abrirse las puertas de países europeos a la exportación de sus productos, concretamente a todos aquellos inaccesibles a los productos de los grupos competidores más directos. Países como la Unión Soviética, España o Centroeuropa eran para él tentadores. […]
Aburrido de permanecer junto a mi padre en charlas que no comprendía y negándome a ir junto a mi madre ya que la conversación de las mujeres me parecía aún peor, decidí investigar el lugar un poco por mi cuenta. Creo que era el único niño de la fiesta, así que nadie me prestaba demasiada atención, más bien lo contrario. Con el pensamiento de que era un detective buscando a un asesino, fui escondiéndome en los rincones buscando pistas de este criminal imaginario. Así fui recorriendo salas vacías, algunas con algún aparato de gimnasia que procuraba no tocar demasiado, no fuera a ser que en mi ignorancia rompiera algo. De pronto, en la penumbra, mientras orgullosamente prendía un trozo de la bufanda del malvado asesino –en realidad una pelusa de color rojizo- que había encontrado bajo las colchonetas/cajas de contrabando de la mafia de una de las salas, oí un sonido que me hizo dejar rápidamente mis juegos.
Un sonido armónico, que se parecía ligeramente al que emitían los shamisen, pero mucho más grave, un sonido sensual, pausado y chispeante. La melodía provenía de una pareja que había sentada sobre otro grupo de colchonetas, justo en el otro extremo de la sala. Desde mi escondite pude observar furtivamente a aquellas personas, ambas extranjeras, que habrían de cambiar para siempre mi destino.
Recuerdo que él era de piel muy morena, casi anaranjada, producto de su fuerte bronceado. Sus ojillos azules eran realmente minúsculos incluso para un asiático y refulgían con picardía, profundas patas de gallo surcaban sus sienes y una cicatriz rosada cruzaba su mejilla hasta llegar a su nariz ganchuda. Tenía una barba larga y plateada, a juego con su pelo blanco, sino por la edad, si por lo rubio del mismo que casi rozaba lo platino. Un sombrero vaquero realizado con piel de serpiente tapaba ligeramente esta cabellera y unas botas estilo cowboy le proporcionaban el toque final de ricachón petrolero tejano. Su aspecto era bonachón y reía sin parar mostrando una fila de dientes blancos y desiguales, quizá auspiciado por la pequeña botella de vino que sujetaba en su mano de forma desganada. Sus manos estaban curtidas del sol, y con esas manos toscas acariciaba las piernas blancas de la segunda mujer más bella que he contemplado jamás.
Las manos del tejano subían y bajaban por las largas piernas de porcelana de la diosa que le acompañaba mientras ella reía y le apartaba la mano con fingida decencia. Su cuerpo esbelto estaba ceñido por un escotado vestido rojo y del largo cuello blanco colgaba un collar de brillantes. La melena rubia, muy rizada, se había escapado en su mayoría del moño que le colgaba deshecho de la nuca. Era una mujer realmente hermosa, de almendrados ojos azul oscuro y labios color cereza. Sus facciones resultaban delicadas, pero un brillo vivo en su mirada la despojaba de cualquier aire de fragilidad. De sus manos pendía un extraño instrumento, curvilíneo como ella, que cobijado en su regazo desprendía bajo el hechizo de los dedos de la mujer sonidos que me resultaban mágicos.
Si soy sincero, no sé si la mujer era tan hermosa como mis recuerdos me enseñan, pero ni toda su belleza eclipsaba para mí la atención que en ese momento le prestaba a ese instrumento.
De pronto, la mujer regañó a su acompañante, que dejó de acariciarla para pasar a simplemente estrecharla contra su pecho. Recostada sobre él, la mujer dejó de tocar melodías al azar y se dispuso a tocar una sonata. La canción, triste y desgarradora, casi consigue hacerme llorar, pero resistí por miedo a delatarme. La voz de la mujer era dulce, pero melancólica y aunque no entendí la letra me conmovió profundamente. Lo cierto es que sus dedos punteaban las cuerdas con mesura, desmitificando en parte ese espíritu apasionado que los japoneses atribuíamos a los occidentales.
Embelesado, sin querer tropecé e hice un poco de ruido, alertando rápidamente a la pareja que se puso en guardia, aunque sin separarse el uno del otro. Avergonzado, avancé hasta ellos dando pasitos cortos y con la cabeza gacha. Al verme se echaron a reír y creo que ella pregunto de quién era hijo porque me pareció escuchar mi apellido pronunciado de una forma extraña. La mujer me cogió de una mano y el hombre de otra, sus tactos eran muy distintos, uno suave como la seda, otro rudo como el cuero. Me acompañaron a la gran sala donde estaba servido el banquete. Al llegar, mi madre, se acercó corriendo hasta ellos y empezó a disculparse, agachando la cabeza en continuas reverencias, mientras me regañaba.
Mi padre también se acercó, separándose del grupo y con él uno de los traductores que hacían posible la comunicación en la torre de babel que era aquella cena. Sin que nadie lo advirtiera me lanzó una mirada gélida que me hizo temer lo peor. Al igual que mi madre, se disculpó por mi comportamiento con una suave inclinación de cabeza. El traductor les transmitió las disculpas que mis padres pretendían expresar, sin embargo no las aceptaron bajo el alegato de que yo no había hecho nada mal y por tanto no merecía reprimenda de ningún tipo.
La conversación prosiguió y pronto los hombres empezaron charlar acerca de dinero, economía y sobre todo negocios. Como me aburrían esas discusiones decidí volverme junto a mi madre y la extranjera. Así me enteré de que la mujer se llamaba Roxanne y de que el instrumento que tocaba se llamaba guitarra española. Sentado en las rodillas del hombre del traje marrón, escuché como mi madre y Roxanne hablaban de sus respectivas vidas, supe entonces que el marido de Roxanne se llamaba Walker y que tenía negocios en México, donde solían viajar con frecuencia. Allí conocieron a un grupo de exiliados republicanos del régimen español franquista, fueron ellos los que enseñaron a Roxanne a tocar la guitarra y a cantar aquellas desgarradoras canciones repletas de la nostalgia de estar lejos de casa. Volvió Roxanne a sacar la guitarra y entonó de nuevo aquel canto de soledad, bajo la atenta mirada del resto de los asistentes que se deleitaban con la música, desapareció en ese momento para mí toda la sala: mis padres, el señor donde estaba sentado e incluso la americana, para quedar sólo la guitarra y el bello sonido que producía.

[…]Desde aquel día, durante casi un año, supliqué a mis padres para que me compraran uno de esos instrumentos por mi cumpleaños. Al principio mi madre se negaba, alegando que no me lo merecía por cómo había conocido las guitarras, infringiendo deliberadamente mi palabra de portarme correctamente en la fiesta. Ella creía que si me lo compraba volvería a desobedecerles por su culpa, porque estaba encantado con su sonido. Por el contrario mi padre decía que la música, aunque afición noble, me distraería de mis estudios y por otro lado la guitarra era algo extranjero, incomparable su sonido al de los delicados shamisen japoneses […]
En ese tiempo caí enfermo de unas malas fiebres que por poco no me llevaron de vuelta con mis antepasados […] pasé días en el hospital en un estado de semiinconsciencia del que desperté una mañana clara de primavera. Cuando abrí los ojos lo primero que pude contemplar fue el bello rostro de mi madre, con las mejillas coloradas y lágrimas recorriéndolas de felicidad. Rápidamente empezó a llamar a mi padre que llegó pronto a mi lado, desaseado y con la barba mal afeitada, él que fue siempre tan pulcro. Al llegar a mi lado una sonrisa de felicidad se extendió por su cara y por primera vez y última vez en mi vida, me estrechó entre sus brazos [...]
[…] Cuando mis padres se tranquilizaron tras la charla con el doctor […], mi padre se desplazó a un lado y fue hasta el pequeño armario azul de la consulta. De él sacó un enorme estuche de cuero negro desgastado y cierres de bronce, me lo acercó con cuidado y lo miré para ver si veía en él alguna respuesta a qué contenía aquello. Era grande, medía cerca de metro y medio, poco menos que yo en aquel entonces. Nervioso abrí los cierres para encontrarme en su interior con una preciosa guitarra española. No era nueva, eso se veía en los arañazos que la caja mostraba, pero era magnífica. Realizada en palosanto de la India, estaba recubierta de un barniz que le daba unos extraños reflejos rojizos. Su mástil era muy oscuro y sus cuerdas metálicas poseían diferentes tipos de dorado.
Sin podérmelo creer empecé a chillar de alegría, mientras mi padre intentaba explicarme a duras penas que se la había comprado la tarde anterior a un marinero. Por lo visto su anterior propietario, compañero de camarote del marinero, había fallecido a bordo del barco por culpa de un atragantamiento y su única posesión era esa guitarra. Mi padre le encontró observando los cerezos del parque próximo al hospital y entabló conversación con él, buscando que el tiempo pasara más rápido mientras yo yacía convaleciente. Ese, junto al abrazo, creo que han sido los dos únicos gestos sentimentales de mi padre que le he visto hacer. Por unos cuantos billetes le vendió la guitarra, asegurándole que si bien estaba muy usada, era de una calidad excelente […]
Pasé dos días más en el hospital, ya estaba bien, pero el médico quería asegurarse. En ese tiempo no hice otra cosa que no fuera pensar un nombre para mi guitarra. Al final me decidí por Mio () que significa sonido, belleza y hermosura. Mio fue, sin lugar a dudas, mi primer amor. No sabía yo a mis diez años y mientras acariciaba con suavidad a mi recién bautizada guitarra, que aún quedaba otra década para que pudiera conocer al segundo.

lunes, 1 de noviembre de 2010

La musa vencida


Diario de Roma, 13 de junio de 1998

“Mantuve mi voluntad firme en la guerra, elevé mi frente ante el hambre y sufrí de enfermedad allí donde no había cura posible. Me endurecí como el mármol y me torné flexible como el bambú de la montaña. Renací como fénix de entre los restos de mi esqueleto marfileño y encontré la esencia de la vida en el arte de un nuevo amor”
Lo primero que me llamó la atención del nuevo café del centro comercial fue su minimalismo. Un minimalismo incómodo. De mala gana me mordí la lengua y evité hacer cualquier comentario demasiado mordaz al respecto. Clément es un fanático de los espacios diáfanos y como me iba a ayudar a buscar empleo le debía un favor, así que no iba a molestarle criticando sus gustos. Nos sentamos al fondo del local, en una de las mesas más próximas a la inmensa ventana panorámica que se abría a la ciudad. Tras las elevadas siluetas de algunos de los rascacielos del barrio financiero, se vislumbraba una parte del puerto. Bajo el cielo azul índigo cuajado de suaves nubes blancas de verano, el océano, de un azul oscuro e impenetrable dominaba la mayor parte del paisaje.
- ¿Así que Giuseppe intervino a tiempo al final? No sé qué clase de relación tendría con tu madre cuando ambos eran más jóvenes, pero hizo bien en contratarlo. Es un hombre inteligente y creo que ha demostrado más de una vez lo mucho que te aprecia. Es el guardaespaldas perfecto.
La verdad es que tardé un poco en asimilar lo que había dicho, la silla de plástico naranja era muy dura y pese a que su diseño geométrico fuera especialmente atractivo, su funcionalidad era casi nula. Lo que estaba diciendo Clément era interesante y yo apenas podía prestarle atención debido a que mis cinco sentidos estaban orientados a revolverme en mi asiento esperando encontrar una postura más confortable. Cuando por fin encontré una forma de que las barras de metal que conformaban el respaldo de la silla no se me clavaran en la espalda, pude responderle.
-  Sabes que no me gusta que lo llames guardaespaldas –gruñí.
- Pero es lo que es, Roma. Nunca he entendido esa manía tuya de llamarlo “chófer”. Puede que esa sea la función que desempeña la mayor parte del tiempo, pero no fue contratado para eso y lo sabes.
Iba a contestarle de forma ácida, pero la camarera llegó justo a tiempo con nuestros capuchinos con caramelo. Era una chica guapa, muy “chic”. Llevaba el pelo muy corto, de color platino y los labios pintados de rojo. Al dejar los cafés sobre nuestra mesa sonrió manifiestamente a Clément y se inclinó hacia él para ofrecerle un poco de azúcar. Clément la observó de reojo con vago interés. Nada fuera de lo normal.
Hay algo que todo el mundo debería saber de Clément: es el hombre más irresistible que conocerás jamás, es el hombre de tus sueños. Sin embargo es inalcanzable, más que si fuera sólo fantasía. Nunca he conocido a nadie que haya conseguido despertar su amor, jamás se ha estremecido por unos ojos o por el tacto de una piel. De forma cortés, pero inexorable rompe corazones en diez mil pedazos.
Esto le suele causar problemas ya que no todo el mundo responde bien. La mayoría termina aceptándolo tarde o temprano para pasar acto seguido a odiarme a mí. Clément es la causa principal de que no haya tenido relación con ninguna de mis compañeras del instituto. Cuando éramos pequeñas tener un amigo “chico” era extraño. Cuando tenía trece años todas me reprochaban no contarles ninguna de las “cosas de novios” que en su mente yo hacía con él.
Pero pronto el protoadolescente adorable se convirtió en un ser que arranca miradas lánguidas, sonrojos involuntarios y toda una corte de ilusiones a su paso.
 Me gané la envidia de todas mis compañeras, incluso de las que nunca me habían prestado demasiada atención. Conforme Clément las iba rechazando su odio crecía hasta volverse algo irracional. Me detestaban y ni siquiera les importaba que yo no tuviese nada con él. Decían que Clément estaba locamente enamorado de mí y que yo era tan soberbia, tan creída por ser la heredera de una gran empresa, que le desdeñaba y lo utilizaba como mi pagafantas particular. Algo imposible, ridículo y muy, muy doloroso.
Porque si alguno de los dos estuvo una vez enganchado al otro, fui yo quien lo estuvo. Porque cuando me empezó a gustar Clément no tenía más que catorce años y no fue tras mil insinuaciones e intentos frustrados cuando me percaté de que para Clément no era más que la mejor de las amigas y que sería una ilusa más si pensaba en ser algún día algo más que eso. Así quedaron las cosas y así quiero mantenerlas ahora y siempre. Ya que unos meses después se me pasó la tontería y me di cuenta de que no quería arruinar la única amistad que poseía en la vida.
Me quedé así, perdida en mis pensamientos, hasta que la camarera se cansó de tirar su anzuelo. Mientras se iba, Clément se giró hacia mí, puso cara de hastío y me pasó un platito negro con la cuenta. Dentro iba un número de teléfono garrapateado. Me eché a reír y pagué el sablazo religiosamente, le prometí, muy a mi pesar, que yo invitaría. Estaba contenta. Había recordado cuando aquellas cosas me producían tristeza, pero ahora verlo acosado por las mujeres sólo me hacía gracia.
Supongo que eso es la pura amistad.
- ¿Qué te parece si miramos en el centro comercial por trabajo?- me preguntó Clément mientras bajábamos por las escaleras mecánicas. Por un momento estuve tentada a decirle que sí, pero al ver la multitud de gente que entraba y salía de las tiendas me di cuenta de que encontrar algo por horas era sencillamente imposible. El trabajo de dependienta o incluso de simple azafata de stands requería estar allí horas, horas en las que tenía que asistir al carísimo curso del Centro de Lenguas o bien estudiando para la universidad. No, allí no iba a encontrar nada y así se lo hice saber a Clément.
- Tienes razón. Sólo hay que ver la cantidad de personas que trasiegan por aquí. Además que con lo insociable que eres te echarían a la mínima y te quedarías sin coartada – me dedicó una sonrisita burlona y antes de que pudiera contestarle empezó a tironearme del brazo, rumbo hacia la puerta – Podemos preguntar en tiendas pequeñas, de ésas que abundan por el centro. Seguro que si le explicas la situación a alguien te da más libertad, aunque te tenga que pagar menos. De todas formas siendo hija de quien eres se darán prisa en contratarte, siempre viene bien que alguien más poderoso que tú te deba un favor…
- ¿A qué te refieres? Ni que mi familia fuera de la mafia o algo- protesté mientras me dejaba arrastrar por las calles colindantes del centro comercial – Además no sé por qué iba a ser más fácil que me contraten en una tienda pequeña que en una sede de una multinacional, más aún cuando las segundas son menos exigentes todavía.
- En primer lugar, no es la mafia, pero nuestras familias pueden ofrecer puestos de trabajo o prestar dinero, avalar en un banco… cosas que en determinados momentos pueden resultarte clave para salir de un aprieto. En segundo lugar, en una sede multinacional no te van a tratar de forma diferente ni te darán tanta libertad como una tienda pequeña. Los jefes de estas tiendas trabajan con cifras, no con personas ¿Así pretendes tú haber aprobado el examen de economía? ¿Con esas ideas?
- Menuda mierda. Ni méritos ni ostias, sino quién es tu padre o tu madre…
Clément se encogió de hombros como respuesta. Enseguida empezamos a mirar por ahí, pero apenas había anuncios de “se necesita personal” en los escaparates de los pequeños comercios. Nada raro si se tiene en cuenta que la inmensa mayoría pertenecían a grupos familiares. Los pocos lugares en los cuales se buscaba a nuevos trabajadores tenían un perfil demasiado especializado como para que yo pudiese siquiera acceder a ellos. Así, tras horas de búsqueda infructuosa, nos fuimos derrotados a casa, pero antes decidimos pasar por el parque cercano. Bueno, en realidad fue Clément quien lo decidió, yo sólo pude seguirle mientras me arrastraba bajo los robles arguyendo que una buena caminata por el camino que transcurre entre los árboles me quitaría el desánimo.
Como tantas otras veces, Clément acertó de llenó y sentir el suave crujir de los guijarros bajo mis pies me hizo sonreír con serena tranquilidad. En ese momento, me apacigüé un poco y renové mis esperanzas en el próximo día. Aunque no se lo había dicho, ver oportunidad tras oportunidad evadirme, rechazarme o simplemente mostrarse inalcanzable me había hecho flaquear en la confianza que poseo en mis habilidades. De esta forma, mientras oía a Clément hablarme de unos chismorreos que escuchaba con parecida atención a la estática de un viejo televisor, me juré que nunca, cuando yo liderara la empresa, enviaría a nadie al paro en pro de un pingüe beneficio por mi parte. Jamás. Si una sola tarde buscando un trabajo falso me había minado tanto mi autoconfianza ¿Qué clase de pensamientos cruzaban por la mente de quien lleva en su busca meses y ve como estos se cierran a su paso? ¿Qué clase de visión de sí mismo cabe pues esperar del padre o madre de la familia que se ve incapaz de dar sustento a sus hijos? En esas duras condiciones, unos miles de euros más en mi cuenta no valen la pena.
De pronto, un sutil, suave, casi susurrante aroma a vainilla invadió cada ápice de mi cerebro como el veneno de una víbora se extiende por su presa. De una forma rápida, aguda y dolorosa sentí que empezaban a turbarse mis sentidos. Me eché a correr tras ese perfume sin pensarlo, sin saber por qué. Me evocaba algo, un recuerdo huidizo que, aún ahora en la tranquilidad de mi cuarto no consigo averiguar. Me llevó ante una nota de papel ocre, pegado a duras penas con un poco de celo al fuste de una farola. Estaba mojado por la lluvia y en algunas partes el mensaje que llevaba era casi ilegible. Al verlo di un salto de alegría y Clément se apresuró a arrancarlo de su lugar para poder examinarlo mejor aquí, en casa. Transcribo por eso el papel en este cuaderno, como recuerdo no sólo de la experiencia que promete, sino como pista para rescatar esa imagen de entre mis recuerdos.
Se busca musa
¡Saludos! Soy una artista de tercero de Bellas Artes que ha sido cruelmente abandonada por la inspiración. Por ello estoy buscando a una joven nínfula, una bella musa que con su presencia de vida a mi arte. Si crees ser una modelo con talento y necesitas un trabajo flexible, sin horarios y razonablemente bien remunerado llama a este  teléfono 555-528-491 y pregunta por Nohi para concertar una prueba.

Así que aquí estoy, con el mensaje en la mano y el móvil en la otra. He hablado con mi madre, con Giuseppe y con Clément y todos me dicen que llame, que no tengo nada que perder. Además parecen encantados con la idea de verme convertida en modelo amateur. Por otra parte las dos ganamos. Ella no tendría por qué pagarme, sólo hacerme un contrato, y conseguiría una modelo eventual. Yo tendría mi coartada, así que es perfecto. Sin embargo, me siento extraña, nerviosa. Creo que es como si pulsara el botón de la autodestrucción. El mismo presentimiento gris que tuvo aquel que de una sola inicua acción revolucionó, por casualidad, todo un mundo.
Finalmente, huelo el suave perfume que desprende la nota, respiro hondo y marco el número con determinación.

jueves, 19 de agosto de 2010

Los caminos rotos




 Diario de Roma, 9 de junio de 1998

“Fue vencida una vez,  pero incluso entonces era digna de gloria. Por eso la llaman reina”
El olor a hierba mojada se introduce por mi nariz hasta quedarse incrustado en lo más profundo de mi cerebro. Las nubes plomizas, frías y grises, descargan toda su húmeda agresividad sobre mí. Las gotas, más parecidas a balas que nunca, me atraviesan, me rompen en pequeños fragmentos. Cierro los ojos, aspiro un segundo y siento como me empapan el pelo, la ropa, la nuca y desde ahí como bajan, recorriéndome con la lentitud de un amante, hasta deslizarse entre mis manos y manchar las páginas de este diario donde escribo. Por un momento bajo la vista y sonrío, el papel parece estar hecho a base de pieles de guepardos. Siento como el agua ahoga mis pensamientos, más demoledores quizá que cualquiera de esas balas líquidas que me impactan.
 Una frase, un leitmotiv, se me repite cada pocos segundos en mi cabeza: hoy no es un buen día.
 Vuelvo a sonreír, en el fondo siempre he sido una sarcástica. Me río cuando pienso en la soledad del parque, un desierto cubierto de agua. Sin embargo, esta auto-broma enseguida me entristece cuando mis neuronas -que en maldita la hora hicieron la correcta sinapsis- me recuerdan que mis palabras anteriores eran puro recurso de antítesis. El verde de los castaños y los robles contrarresta el gris plata del cielo, la luz blanca del sol puro y claro que se esconde tras él, apenas puede atravesar la coraza metálica de las nubes. Los escasos rayos de luz que llegan hasta donde estoy yo iluminan sin piedad los parterres de pensamientos, cegando mis ojos a los brillantes colores que desprenden. La chaqueta de cuero marrón que Giuseppe me ha regalado hoy se siente pesada, un lastre más que me ata a este banco de madera añeja situado en mitad del bosque. Por un instante temo que venga el lobo que habita en él y me devore, pero rezo porque venga rápido y acabe conmigo antes de que lo haga mi propia frustración desenfrenada. Qué más da que sea ahora, qué más da que sea dentro de cuarenta años. Yo, como el cielo, también estoy llorando.
En realidad, sé que lloro por ilusa porque esto ya se veía venir desde hace tiempo. Confesar a mi madre mi deseo de dedicarme por completo a mi pasión, la literatura, no ha sido mi más brillante idea, pero tampoco podía vivir ocultándolo. Especialmente ahora que tengo que solicitar la plaza de la Universidad. Clément me aconsejó esconderlo, poner como primera opción Filología y olvidarme de todo lo demás, probablemente para cuando a mi madre le diera por revisar los papeles ya sería demasiado tarde para cambiarme. Pero hay que ser honestos en esta vida, como suele decir Giuseppe, y aunque el engaño salga bien un año y otro y otro… ¿Qué haría en la ceremonia de graduación de mi carrera o en mi diploma de la universidad? ¿Asistir a dos ceremonias y tachar con corrector donde pone “Filología y Estudios literarios” para sobrescribirlo con la palabra “Económicas”?
Sé que nada me gustaría más que estudiar Filología y ahogarme en un sinfín de autores y estilos diferentes. Quiero saborear las dulces mieles del preciosismo barroco y desgarrarme en el mismo dolor que sintieron los autores de la posguerra. Me gustaría saber qué llevó a los grandes poetas románticos a romper con sus precedentes y ahogarse en sus desbordados sentimientos. Deseo conocer cada estructura que conforma esta lengua mía, versátil como ella sola, construir perfectas metáforas, aliteraciones o grandiosas hipérboles que cuenten, en fin, lo que siento. Sin embargo, la sombra de mi difunto padre sigue alargando su garra oscura para romperme una vez más en cien mil pedazos. No voy a hablar de ése cabrón, no quiero manchar estas páginas malgastando palabras contra ese hombre que aún hoy se me aparece en pesadillas. Por eso no entiendo a mi madre cuando me insiste en que ayude a mantener vivo su legado, cuando consagra la vida al hombre que nos hizo tanto daño.
 Ahora me obliga a abandonar mis sueños por estudiar una carrera que detesto y que según ella “me ayudarán a entender mejor mi sitio como futura gerente de la empresa”. No lo entiendo. El padre de Clément es quien maneja ahora casi todas las operaciones y por lo que he oído decir, lo hace realmente bien. Clément está dispuesto a seguir sus pasos ya que ve construir un imperio empresarial como una especie de juego de estrategia, algo emocionante y casi divertido. Tiene sus propias ideas y le gustaría desarrollarlas. Muchas veces me ha hablado de cambiar el rumbo cuando él se convierta en presidente, de apostar por productos ecológicos y de ayudar a mejorar la economía de países del tercer mundo con nuevas políticas. Está más que dispuesto a sacrificar beneficios por  buenas acciones, a ayudar a que este mundo sea un poco mejor y a convencer a los accionistas de que su propuesta es irrechazable. Es él a quien deberían hablarle de futuros de empresa, no a mí que odio los números, detesto las reuniones y soy incapaz de ordenarle nada a nadie. No sirvo como gerente, que es el puesto de mi madre, y mucho menos como heredera del papel de mi padre. A él le importaba poco o nada presionar, destruir pequeñas empresas con tal de mejorar su propio bienestar. Pensaba que mi madre me conocía un poco más que esto y se daría cuenta que como sucesora suya seré un desastre. Sin embargo, creo que no me lo ha contado todo ya que no sé cuál es el problema de figurar sólo como titular de sus acciones y de ser algo así como socia honorífica.
Estoy poco más que destrozada. Mi madre mantiene que no me pagará otra carrera que no sea ésa y que no aceptará ni muerta un “me iré de casa a cumplir mis sueños”. Sobornará, rebuscará y hará de todo por encontrarme. Ella, pese a que empiece a dudarlo, creo que sabe como soy. Así que supongo que ha adivinado que en cuanto me ha hablado de no pagarme los estudios por mi cabeza lo primero que ha pasado ha sido la idea de largarme con el dinero de mi fondo de estudios y trabajar por mí misma. No sé qué hacer. No puedo acceder al fondo fiduciario con el dinero puesto que comparto la titularidad con mi madre. No sé qué hacer.
-  ¿Miele? ¿Estás por ahí?- La voz de Giuseppe rompe con la soledad del parque. Me seco las lágrimas con rapidez y cierro rápidamente el cuaderno.

A los pocos segundos de guardar el diario, Giuseppe apareció tras un pequeño seto, envuelto en un chubasquero naranja butano. Mi querido italiano se acercó hacia mí con lentitud, evitando cuidadosamente cada charco del camino para no ensuciar aún más de barro sus zapatos Gucci. Iba todavía con el uniforme y la visera azul de la gorra le asomaba por debajo de la capucha del chubasquero. Sus grandes ojos grises estaban fijos en mí y su nariz enrojecida goteaba. Con calma se sentó a mi lado y de un bolsillo del chubasquero sacó un pequeño paraguas
- lI vostro povero chófer os ha traído un regalo para protegeros de la lluvia. No quiero morir a manos de la jefa, así que no puedo permitir que te sigas mojando bajo esta réplica del Diluvio Universal  È d'accordo con me, miele?
Giuseppe abrió un paraguas rojo y me pasó el brazo por encima del hombro en un gesto reconfortante. Empecé a tener mucho frío, pese a que estemos ya en junio. Entonces, el brazo de Giuseppe, grande como el de un oso, me empujó hacia su pecho. Respiré el aroma a humedad que exhalaba la tierra y sentí a Giuseppe a mi lado, protegiéndome. No sé qué haría sin él. Lleva a mi lado cerca de cinco años y en este tiempo se ha convertido en el padre que nunca he tenido, ese que aparecía por las noches con su enorme silueta de metro noventa asomando por el quicio de la puerta para llevarme un vaso de té caliente.
- Tienes razón, debería regresar -le dije titubeante-  Me voy a poner enferma y mañana tengo un examen de economía del cual no tengo la más remota idea. Pero no todavía, por favor.
-Ya sé que lo que te ha dicho tu madre no es lo que esperabas, miele. Non sono stupido, sé  que estás triste y que necesitas tiempo para asimilarlo. Nos quedaremos lo que quieras aquí, bajo la lluvia.
- Gracias…- En ese instante tuve la sensación de que mi futuro se disolvía como una gota recién caída de las nubes en un charco de lodo. Arriba los sueños, abajo la pantanosa realidad. Se hizo el silencio durante unos segundos en los que sólo se escuchaba el ruido de la lluvia caer sobre nosotros. Por un momento supe que podría quedarme así, abrazada a Giuseppe, para siempre.
- Tu madre ti ama, sólo quiere lo mejor para ti – dijo de repente Giuseppe girándose y mirándome a con sus ojos grises fijamente – Tú no lo sabes porque es muy orgullosa y nunca lo menciona. Además no quiere que se sepa, le da vergüenza reconocer de dónde vino. Fue pobre y lo pasó muy mal, tuvo que renunciar a muchas cosas y no me refiero solo a objetos, perdió a mucha gente y ella misma se perdió por el camino. Tu padre en cierta forma le dio todo lo que tiene, es natural que desee respetar una de sus últimas voluntades.
Con rapidez levanté la cabeza y lo miré con los ojos como platos. La información, inesperada y sorprendente, me sacudía de la cabeza a los pies. No sabía nada de todo eso que me contaba. En cierto modo, para mí, mi madre es una persona sin pasado. Como si fuera alguien que ha nacido expresamente para criarme, para estar conmigo. No sé si soy yo sola o son también el resto de los jóvenes los que piensan así de sus padres, supongo que somos muchos los que vemos a nuestros como progenitores únicamente en ese papel familiar, sin ser capaces de entender en toda su magnitud lo que un pasado significa. Ahora, sentada en mi escritorio, mirando la lluvia a través de la ventana y envuelta en el albornoz me doy cuenta de lo ingenua que he sido respecto a ese tema ya que siempre imaginé que mi madre había crecido en el mismo ambiente que yo. Si no me lo hubiese dicho Giuseppe pensaría que es una broma ¿Quién ve ahora a una muchacha humilde en la estirada Regina?
-  ¿Mi padre se casó con una chica pobre? ¿Mi padre? – me costaba creer esto de mi difunto progenitor, incluso ahora me parece algo irreal- ¿El también cambió con el tiempo o qué? –repuse con amargura
- Tu padre no cambió, jamás lo hizo. Il diavolo non è mai muta - algo similar a una sonrisa triste surcó por un segundo su rostro y por un momento me pareció mucho más viejo de lo que era- Yo lo conocí en la misma época de tu madre, de hecho ambos vivíamos en el mismo barrio, éramos vecinos. Tu padre empezó en el negocio desde abajo, al servicio del abuelo de Clément, no fue hasta mucho después que ascendió y pudo convertirse en uno pezzonovante en la empresa. Ambos trabajaron muy duro para ascender en la sociedad y poder permitirse todo tipo de lujos. Aunque supongo que no es eso lo que te interesa saber.
Guiseppe se levantó del banquito y alargó su enorme mano hacia mí. Sus facciones cuadradas y bondadosas me sonrieron con ternura mientras me sostenía el brazo con cuidado. Lentamente, bajo el paraguas rojo y con el olor de los robles aún adherido a mi nariz, emprendimos en regreso a casa. El repiqueteo de las gotas de lluvia contra el paraguas fue el único sonido que nos acompañó todo el trayecto, permitiéndonos hablar sin pausa.
- ¿Conocías a mi madre cuando era joven? –pregunté asombrada- nunca me lo habías dicho.
- E 'vero che non ha mai chiesto. Nunca preguntaste nada, asumiste que yo era un empleado más. - una pequeña sonrisa triste asomó en su rostro- Me contrató porque yo la conocía de joven y tras el fallecimiento de tu padre se encontraba un poco sola. Además buscaba chófer, claro.  Pero non è questo il problema principale, tu padre se casó con tu madre porque ella era toda una belleza, además, Regina siempre fue extremadamente elegante – la historia me estaba resultando completamente fascinante, sin embargo aún así me sorprendió la familiaridad con que llamó a mi madre “Regina”. Normalmente no es que suela ser muy ceremonioso, pero mantiene las distancias- lo demás es historia.
Suspiré profundamente con desazón y levanté los ojos del suelo. Cuando lo hice me di cuenta de que ya nos acercábamos a la pequeña parada de autobús que se encuentra al principio de mi calle. Ver el banquito roto y el pequeño arbusto cuajado de flores amarillas me produjo una sensación inquietante. Ahora comprendía mejor la postura de mi madre, supongo que a una madre nunca le gusta ver como su hija se encamina a perderlo todo.
- Perdona a tuo padre egoísta, era siciliano y como todos los hombres de esa tierra, muy celoso de lo suyo, tanto de su bella esposa como de su patrimonio. Por lo que yo sé tú estabas presente cuando se leyó el testamento ¿Así que de qué te extrañas, miele?
No fui capaz de contestar a esa pregunta, ni creo que lo sea nunca. Mi padre es un agujero negro en mi memoria, pero en cierto modo jamás he perdido  la esperanza de encontrar algo noble, considerado, en él. Sé que para él la empresa era algo puramente familiar, un valor seguro mientras se mantenga la unión con la familia de Clément. Recuerdo el día en que leyeron el testamento, había mucho sol y yo sólo pensaba en salir afuera a charlar con Clément. Estaba aburrida de esperar en el despacho de abogados a que llegaran todos y se produjera la lectura del documento. También recuerdo que el rígido vestido negro me picaba, pero mi madre me había pedido que aguantase el tipo, no quería que la familia de mi padre tuviera la oportunidad de decir que yo era una maleducada. Siempre me extrañó un poco ese odio que sentían hacia nosotras, la envidia biliosa de unos hermanos venidos a menos que observan con los dientes chirriando la buena suerte del hijo pródigo “aquel que abandonó la granja para buscarse la vida en la gran ciudad” Eso era lo que siempre decía mi padre cuando estaba de buen humor.
Al menos ahora entiendo un poco más su odio, supongo que mi madre les debía parecer una buscona de barrio bajo, una buscona, además, no italiana. En mi mente aparecen imágenes de ése día, algunas borrosas, como los rostros de los abogados y otras nítidas como la figura altiva, regia de mi madre apoyando sus manos embutidas en unos guantes de terciopelo negro en mi espalda. La suavidad del terciopelo me provocaba pequeños escalofríos. No recuerdo muy bien lo que dijeron, excepto dos cosas, las más importantes: que mi madre no debía casarse, ni tener hijo alguno con otro hombre si quería seguir siendo una viuda rica y que yo debía trabajar en la empresa en cuanto fuera mayor de edad. Sólo podría retirarme en el caso de que tuviera un hijo y éste asumiera mi cargo, sino lo hacía yo también lo perdería todo.
Supongo que mi padre temía que perdiéramos parte del poder que tanto le había costado conseguir o quizá no quería vernos sufriendo cualquier tipo de privación. Nos lo dejó todo, sin hacer ningún tipo de reparto entre sus padres o sus hermanos, pero impuso unas duras condiciones, todo será para ellos si alguna de las dos rompe el contrato y pongo mi mano en el fuego a que esa panda de víboras que son mis tíos ruegan cada día porque alguna  decidamos romper las reglas. En el fondo es culpa mía, porque cuando le dije a mi madre que quería ser sabía que había una alta probabilidad de que se negara.

Guardé silencio hasta que llegamos a la casa. Durante los minutos que quedaban de camino sólo se escuchó el sonido repetitivo de la lluvia cayendo. Aunque la cancela principal estaba abierta, preferí entrar por atrás, por la cocina. En ese instante sólo intentaba retrasar unos segundos más lo inevitable, hablar con mi madre que me esperaba, incólume, en el salón. En el salón hacía calor así que me quité con cuidado la chaqueta bajo la atenta mirada de mi madre, que me miraba con una ceja enarcada desde el sillón. Mientras me acercaba hacia ella intenté mirarla como lo habría hecho mi padre o cualquiera de los muchachos de su padre, quería verla desde fuera, quería descubrir la bellezza que había enamorado al hombre más clasista del mundo.
El rostro ovalado, los ojos almendrados y la boca carnosa. Los pómulos altos, la piel lisa, fina, transparente. Las arrugas casi son imperceptibles. El pelo lo llevaba recogido hacia atrás en un moño bajo, lo que no hacía más que realzar lo aristocrático de su rostro, formado a base de elegantes elipses. Sus pupilas verdes se me clavaron como cuchillos. Hoy llevaba una bata negra. Nunca me ha gustado ese color para ella, la hace parecer más severa.
-  ¿Te has calmado ya?
- Sí y no. Sabes que jamás me ha gustado la economía, no me gusta la empresa y escribir es mi pasión. No quiero trabajar en eso, pero entiendo la situación –repuse con frialdad.
Mi madre me miro largamente durante unos minutos. Hasta que por fin pareció suspirar y se relajó un poco. Con suavidad se deshizo el moño y dejó que sus rizos de color platino cayeran sobre sus delicados hombros. Con un gesto cansado se sentó en el sillón que está más próximo a la ventana. Mientras miraba la lluvia deslizarse suavemente por los rosales del jardín me habló con voz suave, de una forma directa, desgarradora y serena.
- ¿Te crees que es fácil para mí, Roma? ¿Crees que me gusta no poder tocar un hombre, que no añoro volver a tener alguien fijo a mi lado o que no me gustaría incluso darte un hermano? Tu padre siempre fue algo egoísta, pero el día en que firmó el maldito testamento se superó así mismo. Hay veces que le extraño mucho y otras que lo detesto incluso con más fuerza que la que le amé.
- Madre…-la voz me salió ahogada, quizás porque nunca he visto a mi reservada madre abrirse tanto, jamás me ha dejado ver las sombras de su corazón.
- Roma, estudia económicas, la familia de tu padre es un ave rapaz dispuesta a arrancarnos hasta el último centavo. Trabaja en la empresa durante unos cuantos años, no muchos, con que hagas el paripé dos o tres años bastará. Después puedes casarte o tener hijo o sobornar a un médico para que te diagnostique estrés. Entonces serás dueña de tu vida, pero si de verdad quieres engañar a tu familia tienes que estudiar algo relacionado con la empresa. Luego podrás simplemente ser algo honorífico o dejarlo todo en manos de algún asesor de confianza.
- Comprendo… pero no sé si cuando sea más mayor podré estudiar literatura de una forma seria, quiero decir, me gusta de verdad. No quiero que sea sólo un hobby.
En ese momento tocaron a la puerta y Giuseppe, vestido ahora con un uniforme seco, entró en la sala con tranquilidad. Sin decir una palabra, se sentó en el sofá que hay enfrente de mi madre y me pasó un brazo por los hombros. Mi madre abrió un poco los ojos, como una señal de sorpresa ante la familiaridad de Giuseppe, pero no dijo nada. Supongo que ya le habrían dicho algo el resto del servicio.
- Regina, no te digo esto como chófer sino como amigo. Todos sabemos que Roma debe estudiar economía, pero una cosa no quita la otra. Puede que Santino te obligara a dejarte revisar tus cuentas por el abogado de su familia para ver que no mantienes a nadie de forma “inapropiada” y que coartara cualquier libertad que pudieras tener en el plano sentimental, pero quien hizo la ley hizo la trampa, nulla è più certo del fatto che, bien que lo sabes, Regina.
- ¿A qué te refieres?- dijo interesada repentinamente en la idea. Yo los miré con cara de incomprensión, pero no me hicieron caso.
- Que en el instituto de Lenguas Modernas ofrecen clases de filología de todos los idiomas. Podrías, simplemente, dejar que Roma se buscara un trabajo, uno que pudiéramos mostrarle al abogado, a ser posible uno que no fuese fijo, por horas quizá. Podrías este mes subirme el sueldo, algo significativo o como mínimo lo bastante para que pudiera pagarle a Roma su cursillo. Ese picapleitos no puede mirar en qué me gasto yo el dinero, y llevo bastantes años con vosotras como para merecérmelo, non ha sospettato nulla.
En cuanto lo dijo, mi madre se abalanzó a su cuello y le dio uno de los abrazos más sinceros que he visto nunca. Yo no podía creerlo, y daba a su alrededor saltos de alegría mientras intentaba besar su rostro áspero. Giuseppe empezó a reírse y medio en broma dijo que si sabía que un aumento de sueldo nos pondría tan felices debería haberlo pedido antes.
Así que ahora estoy aquí, en mi cuarto, mirando como llueve y con una sonrisa de oreja a oreja. Puede que más tarde llame a Clément para decirle que mañana me invite a un café en el Starbucks y de paso, me ayude a buscar un trabajo.  Me muero de ganas de contarle como se ha desarrollado todo, de muero de ganas de reírme y sobre todo, me muero de ganas de sacar ese viejo cuaderno rojo donde suelo escribir los cuentos que mi mente se divierte creando. Elevo la vista hacia la estantería, observo los nombres de los autores y por un momento imagino que me escuchan porque quiero decirles que un día seré una de ellos. Anochece y los rayos violetas, rosas y dorados del atardecer hacen brillar las partículas de polvo en el aire. Ha dejado de llover y el sor del ocaso se despide de forma triunfal entre las montañas. Abro la ventana para aspirar el aroma de la tarde y agradecer al mundo esta oportunidad que todavía me parece mágica. Con cuidado me siento en el borde de la ventana, dispuesta a escribir y a observar cómo la noche da paso al día. En la calle, la gente pasea a sus perros y se dirigen a sus respectivas casas. El sol se refleja en los tejados de pizarra de las mansiones de estilo francés que siembran el barrio en el que vivo. A riesgo de deslumbrarme, me atrevo a levantar la vista un poco más, en dirección al parque. Unos niños juegan bajo un enorme roble y las que parecen sus niñeras los observan sentadas en un banco. De pronto, una bicicleta roja hace sonar su timbre, rompiendo la tranquilidad de la tarde. La conduce una chica de pelo largo y negro como el carbón que frena y cuelga algo de una farola. De pronto, el teléfono suena, seguro que es Clément así que me apresuro a cogerlo. Antes de descolgar, la brisa de la tarde se cuela por la ventana, trae,  desde algún lugar, un aroma a vainilla.  

lunes, 16 de agosto de 2010

El olor de lo bohemio



Diario de Roma, 20 de abril de 1993

 “El corazón sabe lo que la razón ignora”

¡LA VIDA ES MARAVILLOSA!
Hoy estoy muy feliz y afortunadamente tengo motivos para estarlo: Clément y yo hemos burlado la seguridad de la casa  para poder ir a la feria que se celebraba en la parte oeste de la ciudad. Nos ha costado muchísimo escaparnos y en un par de ocasiones casi nos pillan por culpa de la torpeza de Clément a la hora de correr por el jardín. Desde que dio el estirón está patoso, como si no supiera manejar las dos gigantescas piernas que le han salido de repente. El plan ha ido sobre ruedas, tantos días preparándolo todo han merecido la pena. Durante toda la semana he estado hablándole a mi madre de un trabajo para la clase de religión que iba acerca de los movimientos monásticos, además le he dicho que Clément sabía mucho acerca del tema, puesto que él tuvo que realizar un trabajo similar el año pasado y de que debía, por tanto, pasar el fin de semana en su casa ya que su biblioteca es mucho mejor que la nuestra.
Lo cierto es que me parece muy estúpido tener que andar mintiendo para poder quedarme a dormir una noche en la casa de mi mejor amigo. Mi madre cree que no es conveniente que pase tanto tiempo con él ya que aunque sea el hijo del jefe, si las monjas del colegio se enteran de que paso todo mi tiempo libre con un chico en vez de con las bobaliconas de mis compañeras, me meteré en problemas. Sé que en el fondo tiene razón, pero es un motivo tan absurdo que no puedo hacer más que ignorarlo. No quiero pasar las tardes con esas tías. Son pijas, engreídas y están completamente obsesionadas con los hombres. Y cuando digo completamente es total y absolutamente obsesionadas. Cuando les dije que por las tardes quedaba con Clément se escandalizaron y empezaron a hacerme preguntas del tipo “¿Lo has besado?” “¿Es tu novio? ¿No? No lo entiendo si yo tuviera un chico cerca…” o la mejor “¿Y ya te has acostado con él?”. Sólo piensan en quedar con chicos, conocer chicos y tener novios. No entienden que sólo vea a Clément como mi mejor amigo o como un hermano y sé que rumorean que a lo mejor yo sea una de esas chicas raras del instituto, de ésas a las que les molan otras tías y son todas gordas o con camisa a cuadros.
El caso es que la convencí, recogí mis cosas para pasar la noche en casa de Clément y Giuseppe me llevó hasta allí. Estoy segura de que Giuseppe estaba al tanto de mis intenciones porque al despedirnos, bajó la ventanilla del conductor y me susurró bajito “No sé tú, pero yo no cenaría hoy. Si uno se entretiene comiendo luego se le hace tarde para todo lo demás, a mí me pasó ayer y casi no llego a coger el autobús que va a la feria del Barrio Bohemio. Ya sabes, la línea 3 dirección oeste que pasa sobre las once de la noche en la calle paralela a ésta”. Cuando se fue, entré en la casa y tras saludar a sus padres, fui directamente a ver a Clément. Le conté lo que mi chófer me había dicho y estuvo de acuerdo conmigo en que entonces era mucho mejor adelantar el plan una media hora y coger el autobús en vez de llamar un taxi. Aprovechando que había llegado pronto, nos pusimos a “estudiar” (véase leer los nuevos comics de Spiderman que Clément se había comprado) y más tarde a ver episodios repetidos del príncipe de Bel-Air en la nueva televisión que Clément tenía para su cuarto. Merendamos hasta casi vomitar y así pudimos convencer a María -la nueva cocinera - de que no teníamos hambre y de que era una idea mucho mejor acostarnos pronto para así seguir estudiando mañana. Como siempre, yo dormí en la habitación de invitados que se encuentra justo al lado de la de Clément, por lo que reunirnos en su habitación y escapar por la ventana fue pan comido. Realmente, es una suerte su cuarto esté en la planta baja, si hubiéramos tenido que escaparnos del mío, situado en un la segunda planta, habría sido imposible. Atravesamos el enorme jardín corriendo, escondiéndonos tras los arbustos y huyendo de las luces de las farolas.
El camino de ida en el autobús se me hizo eterno, estaba deseando llegar a la feria. No era sólo la idea de algodón de azúcar, gofres y demás chucherías, era algo más. Me sentía con ganas de verlo todo, de vivirlo todo. La Feria del Barrio Bohemio es algo así como un crisol de todas las culturas y tenía ganas de mezclarme entre toda esa gente tan abiertamente diferente a mí. Nunca he creído a mi madre cuando dice eso de que “el Barrio Bohemio es el lugar donde van las ratas, las personas que no tienen donde caerse muertas”, es como si insistiese demasiado en que es un lugar peligroso. Hoy lo he visto con mis propios ojos lo he vivido y puedo decir que se equivoca.
Es el lugar más maravilloso del mundo. Al bajarme del autobús, justo en la puerta del Jardín Botánico, he creído estar en un sueño o más bien de estar despertándome de uno, el sueño que he vivido durante toda mi vida y que creía que era la única realidad. En esta nueva realidad las casas no son grandes mansiones blancas, sino pisos apretujados unos con otros de todos los colores que se pueda imaginar o vetustas casas de madera escondidas tras una esquina. La realidad que vi estaba hecha de balcones iluminados de bombillas de colores y callejuelas estrechas que suben bajan y se retuercen sobre sí mismas plagadas de puestos callejeros de artesanía iraní, polaca o boliviana con ancianas curioseando envueltas en chales junto a punks de chupas de cuero y llamativas crestas. De musulmanas con el burka puesto que pasan a tu lado silenciosas como sombras o de bailarinas gitanas con pañuelos de fucsia y oro que agitan pulseras titilantes, casi hipnotizantes bajo la luz de las bombillas que alumbran las calles como cien legiones de luciérnagas. Las casas son de ese estilo francés tan estético que da a lo que le rodea sensación de decorado de película, de vaga irrealidad. El viento alborotaba mi cabello rubio y algunos mechones sueltos me golpeaban ocasionalmente el rostro. Hacia un poco de frio así que Clément me pasaba el brazo por la espalda en un vago intento de reconfortarme mientras me arrastraba hacia los puestos de comida rápida o de artesanía. La primera vez que nos acercábamos al barrio bohemio y yo ya había caído bajo su hechizo. Una sonrisa se extendía por mi cara a cada paso que daba, la sensación de querer volar y reír al mismo tiempo me hace pensar en la locura. Nunca había visto a tanta gente de razas distintas llevarse tan bien. Nunca había gozado de escuchar un saxofón en plena calle o ver como un pintor ejecutaba pacientemente su trabajo. Es algo completamente diferente a todo cuanto conozco y estoy completamente fascinada.
Pero la magia no acaba ahí, en algún momento de la noche, Clément me tironeaba del brazo para acercarnos a algún puestecillo ambulante muy emocionado. Es normal si se considera que la idea de ir allí fue suya. Creo que sabía que allí podría encontrar algo de artesanía africana y por eso insistió tanto. Ese continente emboba  a Clément desde que su padre le llevó a un safari por Kenia cuando era un niño. Me suele contar que el rugido de los leones les despertaba por la noche y que su amanecer era el más bello del mundo.  El caso es que estábamos cerca de un puesto especializado en orfebrería argelina cuando de pronto un torrente de personas nos arrastró. Por lo visto, mientras nosotros íbamos de compras, en el Jardín Botánico había habido una exhibición de ritmos de tambores saharauis que había congregado a muchos curiosos. Su mano se soltó de la mía de forma inexplicable y ambos nos separamos, perdiéndonos entre la muchedumbre. Durante unos minutos vagué sola por el barrio, un poco desorientada ya que el que tenía los mapas era Clément. Pregunté a un par de amables punks si sabían dónde estaba la parada del bus en la cual nos habíamos bajado antes Clément y yo, y que habíamos marcado como punto de encuentro. Me lo indicaron bastante bien y me tranquilicé un poco, pero de todas formas caminaba deprisa intentando llegar lo más rápido posible para que mi amigo no se preocupara cuando de repente percibí el perfume.
Un aroma a coco y a vainilla pasó por mi lado, aturdiéndome por un instante. Era un perfume embriagador que me provocó un escalofrío de placer. Me gire rápidamente para atrás, buscando a la persona que llevaba esa colonia. No pensé, solo me deje guiar por el instinto. A lo lejos había una chica bajita que sujetaba un globo en forma de corazón y no sé como estoy tan segura de que es ella la que deja ese aroma, pero lo estoy. Es ella. Por un instante dudé sobre si ir corriendo tras ella, creo que estaba un poco aturdida. Además el incómodo pensamiento de que deseaba pasar todas mis noches presa de ese aroma irrumpió en mi mente en ese momento con la fuerza de un rio desbordado. Jamás había sentido o pensado algo como eso, así que estoy realmente confusa.  No quiero ser una de esas tías a las que les molan otras tías, no quiero que en la escuela se rían de mí o piensen que soy rara o pervertida. En realidad es todo culpa del perfume, estoy segura de que si Clément se lo pusiera iría corriendo a sus brazos. Aunque no sé que es peor, ser un bicho raro por ser una bollera como les dicen en el instituto o ser una fetichista de los olores.
 Para rematar la faena, cuando llegué a la parada del bus, Clément  ya estaba allí y casi me tira al suelo del abrazo que me dio al verme. Sí que se había preocupado por mí. Con su “radar para romas” notó enseguida que algo me pasaba y empezó a interrogarme, pero me cerré en banda a sus preguntas. Clément es un chico realmente dulce –excepto cuando me quita los nachos con queso, por ejemplo, y se entretiene en pegármelos a la cabeza como hace una semana- pero no me apetecía contarle lo que me había pasado. A lo mejor es sólo una tontería o que necesito un novio como dicen las de clase, así que de momento prefiero guardar el secreto en este cuaderno.  
Aunque él no paraba de decir que me encontraba rara, le convencí de que estaba bien y seguimos con nuestro paseo. Tardó unos minutos en creerme, pero lo cierto es que desde ese encuentro el resto de la noche estuve como ida. Entre la gente buscaba la silueta de la chica, esperando volverla a ver. Tardamos un buen rato en despedirnos del barrio bohemio y en todas las tiendecillas yo buscaba a la misteriosa desconocida, pero no había ni rastro de ella. Por un instante llegaba a pensar que todo había sido solo producto de mi imaginación cuando volvía a percibir ese perfume, sin embargo esta vez sin su dueña. Era un retazo sutil entre la gente o una sorpresa que me aguardaba al girar la esquina. Al final me rendí, aunque creo que atesoraré este recuerdo en el fondo de mi mente durante muchos años. Ese perfume, aunque suene a delirio, me llama, me incita y me hace dudar de todo en cuanto creía.