jueves, 18 de noviembre de 2010

Memorias de un músico on the road: del espíritu giri al aloha (I)


Capítulo Segundo

The House Of The Rising Sun

Posiblemente, para muchos de mis lectores entender esta parte tan fundamental de mi historia les resultará difícil. La sociedad japonesa tiene unos pilares que la han sostenido durante milenios, pilares más fuertes que cualquier catedral occidental que se pueda imaginar. Estas enormes columnas se componen sólo de tres elementos: el honor, la obligación y el deber familiar, el  espíritu giri.
Actualmente -si contamos el tiempo como en mi país natal- estamos en la era Showa, según el calendario occidental, año 1987 de la misma. Las eras se suceden con los emperadores y bajo la mirada de Hirohito se han producido cambios revolucionarios, acontecimientos que han trastocado por completo a la hasta entonces estática y tradicional sociedad japonesa. La primera apertura al capitalismo y el triunfo de la Revolución Soviética en el 1917, el  durísimo crack del 29 que llevó a mí país al borde del caos político y el temor al comunismo que exaltó más aún el ya de por sí exacerbado nacionalismo. La guerra con la vecina China y ante todo, sobre todas las demás cosas, la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial alineada con el llamado eje. Los bombardeos constantes a Tokyo y la desgarradora derrota ejemplificada con la caída de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.
En 1952 Japón volvió a ser un país con soberanía propia tras la ocupación norteamericana, la única sufrida en Japón a lo largo de su milenaria historia. Los norteamericanos juzgaron a los militares,  reformaron el país e instauraron la democracia y es en este contexto de novedad absoluta cuando se produce mi nacimiento. He realizado esta introducción porque deseo que entendáis las profundas razones que me han llevado a ser lo que soy durante esta vida. El único fin que me ha llevado a escribir este relato es que seáis capaces de oír el susurro de los cerezos, de oler el aroma del té cuando tu madre lo traspasa con cuidado de la tetera al vaso en la ancestral ceremonia, y de comprender la presión ahogada que suponía esa sombra de la posguerra que viví en mis primeros años de vida.
Nací en 1955 y aunque el horror de la guerra aún no había sido borrado de la mente de las gentes, el despunte de lo que sería llamado milagro económico, empezaba a hacerse notar. Mi familia fue de las primeras en situarse en la vanguardia empresarial. El carácter emprendedor de mi padre y sus buenos contactos nos erigieron poco a poco como uno de los mayores bancos del país. Mi infancia transcurre entre hombres de traje y damas refinadas que tenían escasas preocupaciones más allá de si el kimono que llevarían por la tarde resultaría apropiado.
[…]La nuestra era una casa al estilo antiguo, con un gran terreno, jardines y diferentes casas armónicamente distribuidas por el espacio articuladas en torno a patios con estanques. Mi familia y los hermanos de mi padre junto con mis primos vivíamos en la casa principal, la más grande y hermosa de todo el complejo. Nos rodeaban otras cuatro casas, dedicadas a parientes menores y las humildes casas de techumbre baja donde se alojaba servicio. Para separar las diferentes construcciones había pequeños bosquecillos compuestos por diferentes tipos de árboles, pero sólo a la casa principal le correspondía el honor de estar rodeada íntegramente por cerezos. Una forma muy sutil de demostrar quienes eran los señores de la casa. […] Sin embargo, aunque el espectáculo de los cerezos en flor era el que más agradaba a mi padre, para mí el lugar más bello era patio interior de la gran mansión. Un pequeño paraíso con un estanque sembrado de hermosas flores de loto sobrevoladas por libélulas. […] Aún hoy, cuando pienso en mi hogar lo primero que recuerdo son las largas tardes veraniegas que pasé junto a mi madre en ese patio, observando las flores arrullado por el zumbido de las libélulas. Su zumbido constituye uno mis más preciados recuerdos y todavía cuando las oigo viajo en el tiempo a esa infancia feliz transcurrida entre algodones.
[…]Crecí pues en un ambiente estrictamente jerarquizado, muy ordenado, pero aún así no creo que haya tenido una mala infancia, más bien todo lo contrario. […] Estos años transcurrieron de forma plácida, entre juegos y excursiones al campo fui creciendo como una planta bajo los cálidos rayos del sol.
[…] Sin embargo, algo vino a perturbar esta tranquilidad. Algo que me cambió por completo e hizo que el niño tranquilo y sumiso se desvaneciera en el tiempo para dar paso al joven rebelde que lo abandonó todo por perseguir un sueño. Ese algo fue la melodía rasgueada de una guitarra española.

En 1964 se celebraban los Juegos Olímpicos de Tokyo, durante los años anteriores la ciudad se estuvo preparando para la ocasión, dispuesta a demostrar todo su poderío a Occidente. […] Exquisito urbanismo, arquitecturas de vanguardia surgieron como por arte de magia entre templos sionistas centenarios. Recuerdo de esta época el sonido constante de las máquinas proveniente de los edificios que se construían sin cesar. Los obreros trabajaban en cuatro turnos y el murmullo de las grandes máquinas se oía incluso a medianoche. […] Fueron los primeros juegos televisados a color y en cámara lenta y aún recuerdo como si fuera ayer la decepción que sentí al ver en el movimiento congelado de la pequeña pantalla cómo un europeo vencía al ídolo de Japón en Judo, al atleta Kaminaga.
[…] En aquel entonces tenía nueve años. Así que cuando mi padre llegó a casa con la noticia de que habíamos sido invitados a una fiesta en el parque olímpico Meiji, me emocioné hasta el límite. Aunque a la fiesta iban en  su mayoría embajadores y espectadores privilegiados, me empeñé en ir con la ilusión de poder ver a algún deportista de élite. […] Pese a que mi padre se negó en un primer momento finalmente se ablandó ante mis ruegos, súplicas y promesas de no decepcionarle y comportarme de forma ejemplar.
Finalmente llegó el día de la fiesta, junto a mi padre, muy serio y vestido con un sobrio traje gris, mi madre deslumbraba a todos con el elegante tocado de plata que llevaba prendido de su melena azabache. Recuerdo que el pequeño traje que llevaba me incomodaba y la corbata verde me daba mucho calor. Junto a nosotros, como dos sombras, dos de los habitantes de las casas menores del complejo, ambos con traje marrón, cuya obligación era servir de traductores a mi padre y a mi madre respectivamente a lo largo de toda la noche. Bajo el techo cuajado de luces brillantes que hacían refulgir el servicio de vajilla, las mujeres japonesas se deslizaban entre los asistentes ataviadas con deslumbrantes kimonos. Recuerdo que las occidentales me sorprendieron con sus vestidos cortos y sus formas alegres, poco respetuosas que diferían de cualquier código de conducta que conocía. Me llamaron la atención, más que las rubias y un poco escandalosas norteamericanas, las esposas de los hombres franceses e italianos que pululaban por la sala. Mujeres de dientes blancos, piel ligeramente aceitunada y sobre todo, risa siempre presta en los labios. Aquel desenfado, esa forma de despreocupada que tenían de bailar y enseñar las piernas ante el escándalo de los tradicionales hombres de negocios japoneses, me maravillaron. Creo que esa fue la noche en la que me enamoré del rasgo que a mis ojos, más embellece a una mujer: la alegría de vivir.
Esa noche, mientras cenábamos los exquisitos manjares que los camareros, discretos como sombras ponían ante nosotros, le prometí a mi madre que de mayor me casaría con una mujer occidental, lo que me valió una ligera reprimenda y todo un sermón acerca de las virtudes de las dóciles, serias y decentes mujeres japonesas frente a esa sensualidad vulgar de la que hacían gala las extranjeras.
La fiesta fue avanzando […] y pronto los hombres se reunían en corrillos, bebían whisky y tomaban decisiones, firmaban pactos y hacían negocios que con toda seguridad cambiarían la vida de bastantes personas. Mi padre buscaba abrirse las puertas de países europeos a la exportación de sus productos, concretamente a todos aquellos inaccesibles a los productos de los grupos competidores más directos. Países como la Unión Soviética, España o Centroeuropa eran para él tentadores. […]
Aburrido de permanecer junto a mi padre en charlas que no comprendía y negándome a ir junto a mi madre ya que la conversación de las mujeres me parecía aún peor, decidí investigar el lugar un poco por mi cuenta. Creo que era el único niño de la fiesta, así que nadie me prestaba demasiada atención, más bien lo contrario. Con el pensamiento de que era un detective buscando a un asesino, fui escondiéndome en los rincones buscando pistas de este criminal imaginario. Así fui recorriendo salas vacías, algunas con algún aparato de gimnasia que procuraba no tocar demasiado, no fuera a ser que en mi ignorancia rompiera algo. De pronto, en la penumbra, mientras orgullosamente prendía un trozo de la bufanda del malvado asesino –en realidad una pelusa de color rojizo- que había encontrado bajo las colchonetas/cajas de contrabando de la mafia de una de las salas, oí un sonido que me hizo dejar rápidamente mis juegos.
Un sonido armónico, que se parecía ligeramente al que emitían los shamisen, pero mucho más grave, un sonido sensual, pausado y chispeante. La melodía provenía de una pareja que había sentada sobre otro grupo de colchonetas, justo en el otro extremo de la sala. Desde mi escondite pude observar furtivamente a aquellas personas, ambas extranjeras, que habrían de cambiar para siempre mi destino.
Recuerdo que él era de piel muy morena, casi anaranjada, producto de su fuerte bronceado. Sus ojillos azules eran realmente minúsculos incluso para un asiático y refulgían con picardía, profundas patas de gallo surcaban sus sienes y una cicatriz rosada cruzaba su mejilla hasta llegar a su nariz ganchuda. Tenía una barba larga y plateada, a juego con su pelo blanco, sino por la edad, si por lo rubio del mismo que casi rozaba lo platino. Un sombrero vaquero realizado con piel de serpiente tapaba ligeramente esta cabellera y unas botas estilo cowboy le proporcionaban el toque final de ricachón petrolero tejano. Su aspecto era bonachón y reía sin parar mostrando una fila de dientes blancos y desiguales, quizá auspiciado por la pequeña botella de vino que sujetaba en su mano de forma desganada. Sus manos estaban curtidas del sol, y con esas manos toscas acariciaba las piernas blancas de la segunda mujer más bella que he contemplado jamás.
Las manos del tejano subían y bajaban por las largas piernas de porcelana de la diosa que le acompañaba mientras ella reía y le apartaba la mano con fingida decencia. Su cuerpo esbelto estaba ceñido por un escotado vestido rojo y del largo cuello blanco colgaba un collar de brillantes. La melena rubia, muy rizada, se había escapado en su mayoría del moño que le colgaba deshecho de la nuca. Era una mujer realmente hermosa, de almendrados ojos azul oscuro y labios color cereza. Sus facciones resultaban delicadas, pero un brillo vivo en su mirada la despojaba de cualquier aire de fragilidad. De sus manos pendía un extraño instrumento, curvilíneo como ella, que cobijado en su regazo desprendía bajo el hechizo de los dedos de la mujer sonidos que me resultaban mágicos.
Si soy sincero, no sé si la mujer era tan hermosa como mis recuerdos me enseñan, pero ni toda su belleza eclipsaba para mí la atención que en ese momento le prestaba a ese instrumento.
De pronto, la mujer regañó a su acompañante, que dejó de acariciarla para pasar a simplemente estrecharla contra su pecho. Recostada sobre él, la mujer dejó de tocar melodías al azar y se dispuso a tocar una sonata. La canción, triste y desgarradora, casi consigue hacerme llorar, pero resistí por miedo a delatarme. La voz de la mujer era dulce, pero melancólica y aunque no entendí la letra me conmovió profundamente. Lo cierto es que sus dedos punteaban las cuerdas con mesura, desmitificando en parte ese espíritu apasionado que los japoneses atribuíamos a los occidentales.
Embelesado, sin querer tropecé e hice un poco de ruido, alertando rápidamente a la pareja que se puso en guardia, aunque sin separarse el uno del otro. Avergonzado, avancé hasta ellos dando pasitos cortos y con la cabeza gacha. Al verme se echaron a reír y creo que ella pregunto de quién era hijo porque me pareció escuchar mi apellido pronunciado de una forma extraña. La mujer me cogió de una mano y el hombre de otra, sus tactos eran muy distintos, uno suave como la seda, otro rudo como el cuero. Me acompañaron a la gran sala donde estaba servido el banquete. Al llegar, mi madre, se acercó corriendo hasta ellos y empezó a disculparse, agachando la cabeza en continuas reverencias, mientras me regañaba.
Mi padre también se acercó, separándose del grupo y con él uno de los traductores que hacían posible la comunicación en la torre de babel que era aquella cena. Sin que nadie lo advirtiera me lanzó una mirada gélida que me hizo temer lo peor. Al igual que mi madre, se disculpó por mi comportamiento con una suave inclinación de cabeza. El traductor les transmitió las disculpas que mis padres pretendían expresar, sin embargo no las aceptaron bajo el alegato de que yo no había hecho nada mal y por tanto no merecía reprimenda de ningún tipo.
La conversación prosiguió y pronto los hombres empezaron charlar acerca de dinero, economía y sobre todo negocios. Como me aburrían esas discusiones decidí volverme junto a mi madre y la extranjera. Así me enteré de que la mujer se llamaba Roxanne y de que el instrumento que tocaba se llamaba guitarra española. Sentado en las rodillas del hombre del traje marrón, escuché como mi madre y Roxanne hablaban de sus respectivas vidas, supe entonces que el marido de Roxanne se llamaba Walker y que tenía negocios en México, donde solían viajar con frecuencia. Allí conocieron a un grupo de exiliados republicanos del régimen español franquista, fueron ellos los que enseñaron a Roxanne a tocar la guitarra y a cantar aquellas desgarradoras canciones repletas de la nostalgia de estar lejos de casa. Volvió Roxanne a sacar la guitarra y entonó de nuevo aquel canto de soledad, bajo la atenta mirada del resto de los asistentes que se deleitaban con la música, desapareció en ese momento para mí toda la sala: mis padres, el señor donde estaba sentado e incluso la americana, para quedar sólo la guitarra y el bello sonido que producía.

[…]Desde aquel día, durante casi un año, supliqué a mis padres para que me compraran uno de esos instrumentos por mi cumpleaños. Al principio mi madre se negaba, alegando que no me lo merecía por cómo había conocido las guitarras, infringiendo deliberadamente mi palabra de portarme correctamente en la fiesta. Ella creía que si me lo compraba volvería a desobedecerles por su culpa, porque estaba encantado con su sonido. Por el contrario mi padre decía que la música, aunque afición noble, me distraería de mis estudios y por otro lado la guitarra era algo extranjero, incomparable su sonido al de los delicados shamisen japoneses […]
En ese tiempo caí enfermo de unas malas fiebres que por poco no me llevaron de vuelta con mis antepasados […] pasé días en el hospital en un estado de semiinconsciencia del que desperté una mañana clara de primavera. Cuando abrí los ojos lo primero que pude contemplar fue el bello rostro de mi madre, con las mejillas coloradas y lágrimas recorriéndolas de felicidad. Rápidamente empezó a llamar a mi padre que llegó pronto a mi lado, desaseado y con la barba mal afeitada, él que fue siempre tan pulcro. Al llegar a mi lado una sonrisa de felicidad se extendió por su cara y por primera vez y última vez en mi vida, me estrechó entre sus brazos [...]
[…] Cuando mis padres se tranquilizaron tras la charla con el doctor […], mi padre se desplazó a un lado y fue hasta el pequeño armario azul de la consulta. De él sacó un enorme estuche de cuero negro desgastado y cierres de bronce, me lo acercó con cuidado y lo miré para ver si veía en él alguna respuesta a qué contenía aquello. Era grande, medía cerca de metro y medio, poco menos que yo en aquel entonces. Nervioso abrí los cierres para encontrarme en su interior con una preciosa guitarra española. No era nueva, eso se veía en los arañazos que la caja mostraba, pero era magnífica. Realizada en palosanto de la India, estaba recubierta de un barniz que le daba unos extraños reflejos rojizos. Su mástil era muy oscuro y sus cuerdas metálicas poseían diferentes tipos de dorado.
Sin podérmelo creer empecé a chillar de alegría, mientras mi padre intentaba explicarme a duras penas que se la había comprado la tarde anterior a un marinero. Por lo visto su anterior propietario, compañero de camarote del marinero, había fallecido a bordo del barco por culpa de un atragantamiento y su única posesión era esa guitarra. Mi padre le encontró observando los cerezos del parque próximo al hospital y entabló conversación con él, buscando que el tiempo pasara más rápido mientras yo yacía convaleciente. Ese, junto al abrazo, creo que han sido los dos únicos gestos sentimentales de mi padre que le he visto hacer. Por unos cuantos billetes le vendió la guitarra, asegurándole que si bien estaba muy usada, era de una calidad excelente […]
Pasé dos días más en el hospital, ya estaba bien, pero el médico quería asegurarse. En ese tiempo no hice otra cosa que no fuera pensar un nombre para mi guitarra. Al final me decidí por Mio () que significa sonido, belleza y hermosura. Mio fue, sin lugar a dudas, mi primer amor. No sabía yo a mis diez años y mientras acariciaba con suavidad a mi recién bautizada guitarra, que aún quedaba otra década para que pudiera conocer al segundo.

lunes, 1 de noviembre de 2010

La musa vencida


Diario de Roma, 13 de junio de 1998

“Mantuve mi voluntad firme en la guerra, elevé mi frente ante el hambre y sufrí de enfermedad allí donde no había cura posible. Me endurecí como el mármol y me torné flexible como el bambú de la montaña. Renací como fénix de entre los restos de mi esqueleto marfileño y encontré la esencia de la vida en el arte de un nuevo amor”
Lo primero que me llamó la atención del nuevo café del centro comercial fue su minimalismo. Un minimalismo incómodo. De mala gana me mordí la lengua y evité hacer cualquier comentario demasiado mordaz al respecto. Clément es un fanático de los espacios diáfanos y como me iba a ayudar a buscar empleo le debía un favor, así que no iba a molestarle criticando sus gustos. Nos sentamos al fondo del local, en una de las mesas más próximas a la inmensa ventana panorámica que se abría a la ciudad. Tras las elevadas siluetas de algunos de los rascacielos del barrio financiero, se vislumbraba una parte del puerto. Bajo el cielo azul índigo cuajado de suaves nubes blancas de verano, el océano, de un azul oscuro e impenetrable dominaba la mayor parte del paisaje.
- ¿Así que Giuseppe intervino a tiempo al final? No sé qué clase de relación tendría con tu madre cuando ambos eran más jóvenes, pero hizo bien en contratarlo. Es un hombre inteligente y creo que ha demostrado más de una vez lo mucho que te aprecia. Es el guardaespaldas perfecto.
La verdad es que tardé un poco en asimilar lo que había dicho, la silla de plástico naranja era muy dura y pese a que su diseño geométrico fuera especialmente atractivo, su funcionalidad era casi nula. Lo que estaba diciendo Clément era interesante y yo apenas podía prestarle atención debido a que mis cinco sentidos estaban orientados a revolverme en mi asiento esperando encontrar una postura más confortable. Cuando por fin encontré una forma de que las barras de metal que conformaban el respaldo de la silla no se me clavaran en la espalda, pude responderle.
-  Sabes que no me gusta que lo llames guardaespaldas –gruñí.
- Pero es lo que es, Roma. Nunca he entendido esa manía tuya de llamarlo “chófer”. Puede que esa sea la función que desempeña la mayor parte del tiempo, pero no fue contratado para eso y lo sabes.
Iba a contestarle de forma ácida, pero la camarera llegó justo a tiempo con nuestros capuchinos con caramelo. Era una chica guapa, muy “chic”. Llevaba el pelo muy corto, de color platino y los labios pintados de rojo. Al dejar los cafés sobre nuestra mesa sonrió manifiestamente a Clément y se inclinó hacia él para ofrecerle un poco de azúcar. Clément la observó de reojo con vago interés. Nada fuera de lo normal.
Hay algo que todo el mundo debería saber de Clément: es el hombre más irresistible que conocerás jamás, es el hombre de tus sueños. Sin embargo es inalcanzable, más que si fuera sólo fantasía. Nunca he conocido a nadie que haya conseguido despertar su amor, jamás se ha estremecido por unos ojos o por el tacto de una piel. De forma cortés, pero inexorable rompe corazones en diez mil pedazos.
Esto le suele causar problemas ya que no todo el mundo responde bien. La mayoría termina aceptándolo tarde o temprano para pasar acto seguido a odiarme a mí. Clément es la causa principal de que no haya tenido relación con ninguna de mis compañeras del instituto. Cuando éramos pequeñas tener un amigo “chico” era extraño. Cuando tenía trece años todas me reprochaban no contarles ninguna de las “cosas de novios” que en su mente yo hacía con él.
Pero pronto el protoadolescente adorable se convirtió en un ser que arranca miradas lánguidas, sonrojos involuntarios y toda una corte de ilusiones a su paso.
 Me gané la envidia de todas mis compañeras, incluso de las que nunca me habían prestado demasiada atención. Conforme Clément las iba rechazando su odio crecía hasta volverse algo irracional. Me detestaban y ni siquiera les importaba que yo no tuviese nada con él. Decían que Clément estaba locamente enamorado de mí y que yo era tan soberbia, tan creída por ser la heredera de una gran empresa, que le desdeñaba y lo utilizaba como mi pagafantas particular. Algo imposible, ridículo y muy, muy doloroso.
Porque si alguno de los dos estuvo una vez enganchado al otro, fui yo quien lo estuvo. Porque cuando me empezó a gustar Clément no tenía más que catorce años y no fue tras mil insinuaciones e intentos frustrados cuando me percaté de que para Clément no era más que la mejor de las amigas y que sería una ilusa más si pensaba en ser algún día algo más que eso. Así quedaron las cosas y así quiero mantenerlas ahora y siempre. Ya que unos meses después se me pasó la tontería y me di cuenta de que no quería arruinar la única amistad que poseía en la vida.
Me quedé así, perdida en mis pensamientos, hasta que la camarera se cansó de tirar su anzuelo. Mientras se iba, Clément se giró hacia mí, puso cara de hastío y me pasó un platito negro con la cuenta. Dentro iba un número de teléfono garrapateado. Me eché a reír y pagué el sablazo religiosamente, le prometí, muy a mi pesar, que yo invitaría. Estaba contenta. Había recordado cuando aquellas cosas me producían tristeza, pero ahora verlo acosado por las mujeres sólo me hacía gracia.
Supongo que eso es la pura amistad.
- ¿Qué te parece si miramos en el centro comercial por trabajo?- me preguntó Clément mientras bajábamos por las escaleras mecánicas. Por un momento estuve tentada a decirle que sí, pero al ver la multitud de gente que entraba y salía de las tiendas me di cuenta de que encontrar algo por horas era sencillamente imposible. El trabajo de dependienta o incluso de simple azafata de stands requería estar allí horas, horas en las que tenía que asistir al carísimo curso del Centro de Lenguas o bien estudiando para la universidad. No, allí no iba a encontrar nada y así se lo hice saber a Clément.
- Tienes razón. Sólo hay que ver la cantidad de personas que trasiegan por aquí. Además que con lo insociable que eres te echarían a la mínima y te quedarías sin coartada – me dedicó una sonrisita burlona y antes de que pudiera contestarle empezó a tironearme del brazo, rumbo hacia la puerta – Podemos preguntar en tiendas pequeñas, de ésas que abundan por el centro. Seguro que si le explicas la situación a alguien te da más libertad, aunque te tenga que pagar menos. De todas formas siendo hija de quien eres se darán prisa en contratarte, siempre viene bien que alguien más poderoso que tú te deba un favor…
- ¿A qué te refieres? Ni que mi familia fuera de la mafia o algo- protesté mientras me dejaba arrastrar por las calles colindantes del centro comercial – Además no sé por qué iba a ser más fácil que me contraten en una tienda pequeña que en una sede de una multinacional, más aún cuando las segundas son menos exigentes todavía.
- En primer lugar, no es la mafia, pero nuestras familias pueden ofrecer puestos de trabajo o prestar dinero, avalar en un banco… cosas que en determinados momentos pueden resultarte clave para salir de un aprieto. En segundo lugar, en una sede multinacional no te van a tratar de forma diferente ni te darán tanta libertad como una tienda pequeña. Los jefes de estas tiendas trabajan con cifras, no con personas ¿Así pretendes tú haber aprobado el examen de economía? ¿Con esas ideas?
- Menuda mierda. Ni méritos ni ostias, sino quién es tu padre o tu madre…
Clément se encogió de hombros como respuesta. Enseguida empezamos a mirar por ahí, pero apenas había anuncios de “se necesita personal” en los escaparates de los pequeños comercios. Nada raro si se tiene en cuenta que la inmensa mayoría pertenecían a grupos familiares. Los pocos lugares en los cuales se buscaba a nuevos trabajadores tenían un perfil demasiado especializado como para que yo pudiese siquiera acceder a ellos. Así, tras horas de búsqueda infructuosa, nos fuimos derrotados a casa, pero antes decidimos pasar por el parque cercano. Bueno, en realidad fue Clément quien lo decidió, yo sólo pude seguirle mientras me arrastraba bajo los robles arguyendo que una buena caminata por el camino que transcurre entre los árboles me quitaría el desánimo.
Como tantas otras veces, Clément acertó de llenó y sentir el suave crujir de los guijarros bajo mis pies me hizo sonreír con serena tranquilidad. En ese momento, me apacigüé un poco y renové mis esperanzas en el próximo día. Aunque no se lo había dicho, ver oportunidad tras oportunidad evadirme, rechazarme o simplemente mostrarse inalcanzable me había hecho flaquear en la confianza que poseo en mis habilidades. De esta forma, mientras oía a Clément hablarme de unos chismorreos que escuchaba con parecida atención a la estática de un viejo televisor, me juré que nunca, cuando yo liderara la empresa, enviaría a nadie al paro en pro de un pingüe beneficio por mi parte. Jamás. Si una sola tarde buscando un trabajo falso me había minado tanto mi autoconfianza ¿Qué clase de pensamientos cruzaban por la mente de quien lleva en su busca meses y ve como estos se cierran a su paso? ¿Qué clase de visión de sí mismo cabe pues esperar del padre o madre de la familia que se ve incapaz de dar sustento a sus hijos? En esas duras condiciones, unos miles de euros más en mi cuenta no valen la pena.
De pronto, un sutil, suave, casi susurrante aroma a vainilla invadió cada ápice de mi cerebro como el veneno de una víbora se extiende por su presa. De una forma rápida, aguda y dolorosa sentí que empezaban a turbarse mis sentidos. Me eché a correr tras ese perfume sin pensarlo, sin saber por qué. Me evocaba algo, un recuerdo huidizo que, aún ahora en la tranquilidad de mi cuarto no consigo averiguar. Me llevó ante una nota de papel ocre, pegado a duras penas con un poco de celo al fuste de una farola. Estaba mojado por la lluvia y en algunas partes el mensaje que llevaba era casi ilegible. Al verlo di un salto de alegría y Clément se apresuró a arrancarlo de su lugar para poder examinarlo mejor aquí, en casa. Transcribo por eso el papel en este cuaderno, como recuerdo no sólo de la experiencia que promete, sino como pista para rescatar esa imagen de entre mis recuerdos.
Se busca musa
¡Saludos! Soy una artista de tercero de Bellas Artes que ha sido cruelmente abandonada por la inspiración. Por ello estoy buscando a una joven nínfula, una bella musa que con su presencia de vida a mi arte. Si crees ser una modelo con talento y necesitas un trabajo flexible, sin horarios y razonablemente bien remunerado llama a este  teléfono 555-528-491 y pregunta por Nohi para concertar una prueba.

Así que aquí estoy, con el mensaje en la mano y el móvil en la otra. He hablado con mi madre, con Giuseppe y con Clément y todos me dicen que llame, que no tengo nada que perder. Además parecen encantados con la idea de verme convertida en modelo amateur. Por otra parte las dos ganamos. Ella no tendría por qué pagarme, sólo hacerme un contrato, y conseguiría una modelo eventual. Yo tendría mi coartada, así que es perfecto. Sin embargo, me siento extraña, nerviosa. Creo que es como si pulsara el botón de la autodestrucción. El mismo presentimiento gris que tuvo aquel que de una sola inicua acción revolucionó, por casualidad, todo un mundo.
Finalmente, huelo el suave perfume que desprende la nota, respiro hondo y marco el número con determinación.