“Para que algo sea perfecto, para que perdure en la consciencia como algo eterno, debes destrozarlo con ímpetu. Hacerlo perecer en medio de una gran ovación final. Así llegan los mitos, así se vuelven inmortales. La decadencia por sí sola no arrastra hacia la nostalgia”
Doy vueltas en mi cama sin cesar, pero no consigo dormirme. Me levanto de un salto, hastiada y enfadada conmigo misma. Miro el reloj y veo en rojo parpadeante que son las dos de la mañana. Ya no sé qué hacer. Han pasado cuatro días desde que Clément se fue a Estambul y seis desde que la vi. Seis días sin dormir. Cierro los ojos y veo su rostro. La piel canela brillando y los ojos, esos ojos por lo que yo habría matado, observándome con sorpresa. La oigo hablar incluso cuando todo está en silencio. Pongo el metal más ruidoso que puedo descargarme de internet para escuchar, derrotada, su voz sobreponiéndose al resto de los instrumentos. Los somníferos se me acabaron el tercer día, creo que fue el único momento en el que pude descansar un rato. Aún así no quiero bajar a la farmacia a por más, deseo seguir martirizándome, recordando la conversación imposible que mantuvimos.
Me vuelvo a tumbar en la cama, suspiro y me río con ganas. Soy joven otra vez. Vuelvo a tener diecinueve años, vuelvo a estar loca, vuelvo a volcarme en este diario que he tenido cerca de una década abandonado. Vuelvo a las viejas costumbres, buenas o malas, no importa qué porque me descubro una hora después escribiendo en esta libreta sucia, borracha como una cuba gracias a un vino caro que Clément tenía por ahí, aspirando el humo decadente del cigarro que salí ayer a comprar en un arranque de ansiedad. Hacía ocho años y tres meses que no probaba el seco sabor del tabaco, los mismos que llevaba junto a Clément. Decidí dejarlo todo y ser una persona nueva, pero el pasado me persigue, innegable, imborrable, diciéndome a cada paso que doy lo mal que lo hice, lo cobarde que fui y cómo nunca lo dejé dicho todo. Me siento y vuelvo a aspirar ese aire viciado que de un modo extraño me sabe bien. Me sabe a viejos tiempos, los buenos tiempos.
Estoy cansada y sé que no puedo seguir así más. Puede que sea el alcohol quien me lleva a tomar la decisión de volcarme en estas páginas. Pero me lo debo, nos lo debo a los tres. Me quedo parada, incapaz de moverme a causa del mareo y de la idea que en este momento se forja en mi cabeza. Me acurruco en el sillón, saco la estilográfica de un cajón del escritorio y abro esta libreta, una página nueva. Mi mano queda suspendida en el aire. No sé cómo empezar. Contemplo la página en blanco con terror y pienso durante un rato que escribir y que dejar fuera. Al final, lo mando todo a la mierda, lo incluiré todo, para bien o para mal. Tomo aire y comienzo a narrar la historia que sucedió en los últimos estertores del milenio.
Mi historia.
En cierto modo, escribo para olvidar y poder pasar página. Escribo para dejar de pensar en lo que podría haber hecho o dicho para retenerla más tiempo a mi lado. Escribo para dejar de imaginar las fantasías que aún hoy sueño despierta y recuerdo como algo más real que mi vida.
No sé si estas letras que mi alma vomita sobre el papel serán publicadas algún día o languidecerán en un cajón olvidado. En cualquier caso, estás en tu derecho de guardarlo, quemarlo, transmitirlo o gritarlo al mundo. Esta historia es tanto tuya como mía, aunque sea yo la protagonista.
Estas páginas amarillentas contienen una historia de amor que es irreal por extraordinaria. Un amor eterno que aun arde y arderá por siempre bajo mi piel, aunque ame a otras personas y mi cuerpo envejezca o se pudra bajo el frío ataúd. Siempre perteneceré a la misma persona. Las memorias que ahora escribo son a la vez una advertencia y un recordatorio. Aviso para los que aún no aman con locura y son cínicos al respecto de que amarán aunque se crean inmunes a ello, sufrirán aunque no lo deseen y atesorarán esa tortura como el más preciado recuerdo para el resto de sus días. Dejo este manuscrito también para los otros, los que como yo se han equivocado, los que estuvimos una vez parados ante el gran amor de nuestras vidas y no supimos reconocerlo a tiempo.
“La mente jamás perdona, la razón, con piadosa mentira, tuerce el camino de la verdad en ruinas”
La luz clara de la mañana se cuela por los resquicios de las cortinas dándole a la habitación un aspecto diáfano. Abro los ojos lentamente. A pesar de que ha sido la luz natural lo que me ha despertado sigo teniendo sueño. Me levanto de forma suave y procuro no hacer ruido para no despertar a Clément, que continúa durmiendo a mi lado. Del pequeño sillón beis de nuestro dormitorio cojo una bata de seda con la que cubrir mi cuerpo desnudo. El tacto de la seda sobre mi piel me provoca un pequeño escalofrío y me recuerda a los que sentí anoche cuando Clément me estrechó entre sus brazos. Me giro sin poder evitarlo para mirarlo otro momento más, para admirarlo otro momento más. Ocupa más de la mitad de la inmensa cama de matrimonio y su cuerpo esbelto se enreda a las sabanas blancas haciendo imposible saber donde empiezan sus formas. Un rayo de sol ilumina su bello rostro y hace brillar su cabello rubio ceniza. Con una sonrisa en los labios atravieso la puerta del dormitorio y me dirijo al baño sin dejar de pensar ni un momento en ese maravilloso hombre que duerme en la habitación de al lado.
El agua fría de la ducha cae como un manto y termina de despertarme. De repente, toda mi paz interior se va a la mierda cuando salgo y caigo en la cuenta de que día es hoy. Treinta de julio. El espejo del baño me devuelve mi gesto de sorpresa y dolor. Diez años ya, que rápido pasa el tiempo. En el reflejo del cristal me contemplo durante unos segundos eternos, comparando mi rostro con el de hace una década, buscando las diferencias. Sigo exactamente igual y a la misma vez he cambiado mucho. Tengo los mismos ojos verdes, pero carecen de brillo. Tengo los mismos labios carnosos y la misma dentadura, sin embargo dos pequeñas líneas, cada día más profundas, los enmarcan. Me hago mayor.
Desde el dormitorio oigo los ruidos de Clément desperezándose. Con rapidez enjuago mis ojos y busco el colirio que hará desaparecer las rojeces. Los diez años pesan como diez cruces y son cosas que nunca se olvidan del todo. Afuera ya esta Clément esperándome. Su mano larga y fina me lleva con él a la amplia cocina de nuestro ático. En ella nos está esperando Panter, el vago y peludo persa que nos regalaron los padres de Clément tras nuestra boda.
-¿Qué quieres para desayunar, madeimoselle?- me pregunta sonriendo. Bajo la camisa de lino vieja que se ha puesto a modo de bata asoman unos calzoncillos largos con ovnis. La ternura me invade y por un momento creo que voy a ponerme a llorar.
-Macedonia de fruta y un zumo de naranja –respondo abrazándole por detrás a la misma vez que él parte la fruta- No sé por qué dudas, desayuno lo mismo cada día desde que cumplí veinte años.
- Por que algún día puede que me des una sorpresa…como la que yo te voy a dar a ti- Clément se saca de alguna parte del cajón de los cubiertos un sobre blanco sin nada escrito. Me pregunto que será. Seguramente debió de haber preparado esto anoche, tras la cena. Nuestra aséptica cocina metalizada es su dominio absoluto, él adora hacer cualquier tipo de comida así que andaba sobre seguro ocultándolo aquí. Abro el sobre con cuidado ante la atenta mirada de mi marido. Sus ojos azules me miran sonrientes, con ese brillo travieso que tanto me gusta. Son dos entradas para la inauguración de una exposición de arte moderno en el museo de la ciudad. Me rio encantada con la sorpresa, siempre tan detallista, tan dispuesto a complacer mis caprichos. Sabe que me encanta el arte desde que la conocí, ella me aficionó a Picasso, a Klimt, a la escuela del Blau Reiter y a todas esas cosas bellas que le dan sal a la vida.
- Creo que te gustará. Vienen artistas nacionales o que estudiaron en la escuela de artes de la ciudad a exponer sus obras. Algunos son realmente famosos y otros son novatos que, según dicen los entendidos del tema, tienen mucho potencial. Puede estar curioso y como la empresa me ha organizado un viaje de negocios a Estambul que me tendrá fuera toda la semana me parece una buena forma de compensarte.
- Clément, cielo, muchas gracias… Sabes que desde que me perdí aquella exposición relámpago de prerrafaelistas estaba deseando asistir a una. De verdad, gracias… -le susurro al oído todavía emocionada. Tengo al mejor hombre sobre la faz de la tierra a mi lado. Cada día doy gracias por ello.
El ligero vestido blanco de coctel que llevo resulta ser de lo más apropiado para lidiar con la pijería reinante. Temía ir demasiado elegante ya que por mucha inauguración que fuese, no es muy normal aparecer en el museo con un diseño de Chanel y tacones rojos de doce centímetros. Sin embargo, al alcalde y al concejal de cultura de turno les ha dado por pasarse y esto se ha convertido en una reunión de la alta sociedad. Camareros con pajarita ofrecen canapés a los invitados mientras que ellos se dedican a hablar con los artistas. Solo los auténticos interesados en el arte pululan de aquí para allá observando las paredes con mirada crítica.
Yo estoy ante una obra de un tal Lionel Halton, reconocidísimo artista a nivel mundial muy influenciado por Pollock. Su cuadro es un cúmulo de espirales y rayas negras que supuestamente simbolizan el aura de su autor. No me gusta. Por mucho que digan que lo abstracto y el vanguardismo son el futuro me sigue atrayendo más el reconocer qué se ha plasmado en el lienzo. Será que no soy una experta.
Estoy en la sala principal de la galería, allí donde se ha colgado el trabajo de los artistas más famosos y se encuentra el barullo general. Intento encontrar a mi marido entre los asistentes para que me acompañe a la segunda sala de la galería de arte moderno. Según el folleto en ésa es donde se encuentran los trabajos de la nueva generación de artistas. Distingo a Clément a lo lejos, con una copa de champagne en una mano y conversando con un viejo conocido suyo, así que opto por no molestarle. A él el arte siempre le ha dejado un poco frío por lo que no voy a llevarlo conmigo ahora que ha encontrado con quien entretenerse. La segunda sala es grande, no tanto como la primera, pero es amplia. Las paredes son de un ligero color crema para no opacar el deslumbrante cromatismo de los cuadros. Desde luego son buenos, muy buenos. La crítica del folleto tenía razón, me gustan más que los otros. No obstante y por más que me recorro la estancia con la mirada no logro ver la perla de esta serie de óleos, un lienzo titulado “La musa triste” realizado por un tal N. A. Por fin, tras recorrer todo el perímetro de la sala, veo un pequeño pasillo situado en una de las esquinas de la misma.
Lo primero que sale de mi boca al ver el cuadro de Musa es un suspiro de impresión. Sus proporciones son descomunales, ocupa casi los dos metros de pared a lo largo y cerca de un metro cincuenta de alto, y su colorido es simplemente impactante. Ha sido todo un acierto colocarlo lejos de todos los demás. En él se representa a una mujer recostada sensualmente en una cama cuyas sabanas rojas ocultan de forma estratégica detalles de desnudez. Tras la modelo se abre una ventana que muestra una vista aérea de la ciudad muy detallada, casi se puede percibir el movimiento contenido de cada peatón que circula por las aceras. Pero sin duda lo mejor es la aplicación del color. El artista lo ha pintado todo con una escala de grises, dejando el color reservado a la sabana roja y a la propia musa, creando una sensación inmediata de pasión hacia ella. La ciudad gris es la vida cotidiana, la rutina de la que nadie escapa. La musa no es más que un símbolo del amor y de cómo este inunda de luz las vidas. Una metáfora perfecta pero desconcertante ya que el objeto de este amor se muestra distante con el espectador. Una musa inalcanzable.
Estoy fascinada. La suave piel rosada de la modelo puede sentirse latir. Su cabello rubio y despeinado se despliega a su alrededor, ocultando ligeramente su rostro perfecto y creando un efecto de aureola angelical. Sin embargo ella no te mira. Sus ojos verdes están perdidos en el vacío. Expresan en una veloz mirada una soledad y tristeza infinitas. La soledad que se experimenta al no sentirse amada. Los ojos, su tristeza, empiezo a sentirme cada vez más identificada….
“La musa triste”
Lo contemplo durante unos minutos más. Lo representado me emociona y hace aflorar los recuerdos. Durante unos segundos siento como mi cerebro intenta decirme algo, devolverme algo que tenía guardado pero que al final se desvanece. Estoy a punto de girarme para volver junto a Clément cuando oigo una voz suave a mi lado. Una voz aterciopelada que me hace regresar al pasado, a los días finales del año 1998. Una voz que me transporta a las noches de pasión desenfrenada bajo las sábanas rojas y a los “te quiero” susurrados en los tejados de la ciudad.
-Roma…
Me giro y la veo. La presión me ahoga y por un instante quiero gritar, salir corriendo y dejarlo todo atrás. Volar hacia la nada y desvanecerme en una fantasía. Ella me está mirando.