jueves, 18 de noviembre de 2010

Memorias de un músico on the road: del espíritu giri al aloha (I)


Capítulo Segundo

The House Of The Rising Sun

Posiblemente, para muchos de mis lectores entender esta parte tan fundamental de mi historia les resultará difícil. La sociedad japonesa tiene unos pilares que la han sostenido durante milenios, pilares más fuertes que cualquier catedral occidental que se pueda imaginar. Estas enormes columnas se componen sólo de tres elementos: el honor, la obligación y el deber familiar, el  espíritu giri.
Actualmente -si contamos el tiempo como en mi país natal- estamos en la era Showa, según el calendario occidental, año 1987 de la misma. Las eras se suceden con los emperadores y bajo la mirada de Hirohito se han producido cambios revolucionarios, acontecimientos que han trastocado por completo a la hasta entonces estática y tradicional sociedad japonesa. La primera apertura al capitalismo y el triunfo de la Revolución Soviética en el 1917, el  durísimo crack del 29 que llevó a mí país al borde del caos político y el temor al comunismo que exaltó más aún el ya de por sí exacerbado nacionalismo. La guerra con la vecina China y ante todo, sobre todas las demás cosas, la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial alineada con el llamado eje. Los bombardeos constantes a Tokyo y la desgarradora derrota ejemplificada con la caída de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.
En 1952 Japón volvió a ser un país con soberanía propia tras la ocupación norteamericana, la única sufrida en Japón a lo largo de su milenaria historia. Los norteamericanos juzgaron a los militares,  reformaron el país e instauraron la democracia y es en este contexto de novedad absoluta cuando se produce mi nacimiento. He realizado esta introducción porque deseo que entendáis las profundas razones que me han llevado a ser lo que soy durante esta vida. El único fin que me ha llevado a escribir este relato es que seáis capaces de oír el susurro de los cerezos, de oler el aroma del té cuando tu madre lo traspasa con cuidado de la tetera al vaso en la ancestral ceremonia, y de comprender la presión ahogada que suponía esa sombra de la posguerra que viví en mis primeros años de vida.
Nací en 1955 y aunque el horror de la guerra aún no había sido borrado de la mente de las gentes, el despunte de lo que sería llamado milagro económico, empezaba a hacerse notar. Mi familia fue de las primeras en situarse en la vanguardia empresarial. El carácter emprendedor de mi padre y sus buenos contactos nos erigieron poco a poco como uno de los mayores bancos del país. Mi infancia transcurre entre hombres de traje y damas refinadas que tenían escasas preocupaciones más allá de si el kimono que llevarían por la tarde resultaría apropiado.
[…]La nuestra era una casa al estilo antiguo, con un gran terreno, jardines y diferentes casas armónicamente distribuidas por el espacio articuladas en torno a patios con estanques. Mi familia y los hermanos de mi padre junto con mis primos vivíamos en la casa principal, la más grande y hermosa de todo el complejo. Nos rodeaban otras cuatro casas, dedicadas a parientes menores y las humildes casas de techumbre baja donde se alojaba servicio. Para separar las diferentes construcciones había pequeños bosquecillos compuestos por diferentes tipos de árboles, pero sólo a la casa principal le correspondía el honor de estar rodeada íntegramente por cerezos. Una forma muy sutil de demostrar quienes eran los señores de la casa. […] Sin embargo, aunque el espectáculo de los cerezos en flor era el que más agradaba a mi padre, para mí el lugar más bello era patio interior de la gran mansión. Un pequeño paraíso con un estanque sembrado de hermosas flores de loto sobrevoladas por libélulas. […] Aún hoy, cuando pienso en mi hogar lo primero que recuerdo son las largas tardes veraniegas que pasé junto a mi madre en ese patio, observando las flores arrullado por el zumbido de las libélulas. Su zumbido constituye uno mis más preciados recuerdos y todavía cuando las oigo viajo en el tiempo a esa infancia feliz transcurrida entre algodones.
[…]Crecí pues en un ambiente estrictamente jerarquizado, muy ordenado, pero aún así no creo que haya tenido una mala infancia, más bien todo lo contrario. […] Estos años transcurrieron de forma plácida, entre juegos y excursiones al campo fui creciendo como una planta bajo los cálidos rayos del sol.
[…] Sin embargo, algo vino a perturbar esta tranquilidad. Algo que me cambió por completo e hizo que el niño tranquilo y sumiso se desvaneciera en el tiempo para dar paso al joven rebelde que lo abandonó todo por perseguir un sueño. Ese algo fue la melodía rasgueada de una guitarra española.

En 1964 se celebraban los Juegos Olímpicos de Tokyo, durante los años anteriores la ciudad se estuvo preparando para la ocasión, dispuesta a demostrar todo su poderío a Occidente. […] Exquisito urbanismo, arquitecturas de vanguardia surgieron como por arte de magia entre templos sionistas centenarios. Recuerdo de esta época el sonido constante de las máquinas proveniente de los edificios que se construían sin cesar. Los obreros trabajaban en cuatro turnos y el murmullo de las grandes máquinas se oía incluso a medianoche. […] Fueron los primeros juegos televisados a color y en cámara lenta y aún recuerdo como si fuera ayer la decepción que sentí al ver en el movimiento congelado de la pequeña pantalla cómo un europeo vencía al ídolo de Japón en Judo, al atleta Kaminaga.
[…] En aquel entonces tenía nueve años. Así que cuando mi padre llegó a casa con la noticia de que habíamos sido invitados a una fiesta en el parque olímpico Meiji, me emocioné hasta el límite. Aunque a la fiesta iban en  su mayoría embajadores y espectadores privilegiados, me empeñé en ir con la ilusión de poder ver a algún deportista de élite. […] Pese a que mi padre se negó en un primer momento finalmente se ablandó ante mis ruegos, súplicas y promesas de no decepcionarle y comportarme de forma ejemplar.
Finalmente llegó el día de la fiesta, junto a mi padre, muy serio y vestido con un sobrio traje gris, mi madre deslumbraba a todos con el elegante tocado de plata que llevaba prendido de su melena azabache. Recuerdo que el pequeño traje que llevaba me incomodaba y la corbata verde me daba mucho calor. Junto a nosotros, como dos sombras, dos de los habitantes de las casas menores del complejo, ambos con traje marrón, cuya obligación era servir de traductores a mi padre y a mi madre respectivamente a lo largo de toda la noche. Bajo el techo cuajado de luces brillantes que hacían refulgir el servicio de vajilla, las mujeres japonesas se deslizaban entre los asistentes ataviadas con deslumbrantes kimonos. Recuerdo que las occidentales me sorprendieron con sus vestidos cortos y sus formas alegres, poco respetuosas que diferían de cualquier código de conducta que conocía. Me llamaron la atención, más que las rubias y un poco escandalosas norteamericanas, las esposas de los hombres franceses e italianos que pululaban por la sala. Mujeres de dientes blancos, piel ligeramente aceitunada y sobre todo, risa siempre presta en los labios. Aquel desenfado, esa forma de despreocupada que tenían de bailar y enseñar las piernas ante el escándalo de los tradicionales hombres de negocios japoneses, me maravillaron. Creo que esa fue la noche en la que me enamoré del rasgo que a mis ojos, más embellece a una mujer: la alegría de vivir.
Esa noche, mientras cenábamos los exquisitos manjares que los camareros, discretos como sombras ponían ante nosotros, le prometí a mi madre que de mayor me casaría con una mujer occidental, lo que me valió una ligera reprimenda y todo un sermón acerca de las virtudes de las dóciles, serias y decentes mujeres japonesas frente a esa sensualidad vulgar de la que hacían gala las extranjeras.
La fiesta fue avanzando […] y pronto los hombres se reunían en corrillos, bebían whisky y tomaban decisiones, firmaban pactos y hacían negocios que con toda seguridad cambiarían la vida de bastantes personas. Mi padre buscaba abrirse las puertas de países europeos a la exportación de sus productos, concretamente a todos aquellos inaccesibles a los productos de los grupos competidores más directos. Países como la Unión Soviética, España o Centroeuropa eran para él tentadores. […]
Aburrido de permanecer junto a mi padre en charlas que no comprendía y negándome a ir junto a mi madre ya que la conversación de las mujeres me parecía aún peor, decidí investigar el lugar un poco por mi cuenta. Creo que era el único niño de la fiesta, así que nadie me prestaba demasiada atención, más bien lo contrario. Con el pensamiento de que era un detective buscando a un asesino, fui escondiéndome en los rincones buscando pistas de este criminal imaginario. Así fui recorriendo salas vacías, algunas con algún aparato de gimnasia que procuraba no tocar demasiado, no fuera a ser que en mi ignorancia rompiera algo. De pronto, en la penumbra, mientras orgullosamente prendía un trozo de la bufanda del malvado asesino –en realidad una pelusa de color rojizo- que había encontrado bajo las colchonetas/cajas de contrabando de la mafia de una de las salas, oí un sonido que me hizo dejar rápidamente mis juegos.
Un sonido armónico, que se parecía ligeramente al que emitían los shamisen, pero mucho más grave, un sonido sensual, pausado y chispeante. La melodía provenía de una pareja que había sentada sobre otro grupo de colchonetas, justo en el otro extremo de la sala. Desde mi escondite pude observar furtivamente a aquellas personas, ambas extranjeras, que habrían de cambiar para siempre mi destino.
Recuerdo que él era de piel muy morena, casi anaranjada, producto de su fuerte bronceado. Sus ojillos azules eran realmente minúsculos incluso para un asiático y refulgían con picardía, profundas patas de gallo surcaban sus sienes y una cicatriz rosada cruzaba su mejilla hasta llegar a su nariz ganchuda. Tenía una barba larga y plateada, a juego con su pelo blanco, sino por la edad, si por lo rubio del mismo que casi rozaba lo platino. Un sombrero vaquero realizado con piel de serpiente tapaba ligeramente esta cabellera y unas botas estilo cowboy le proporcionaban el toque final de ricachón petrolero tejano. Su aspecto era bonachón y reía sin parar mostrando una fila de dientes blancos y desiguales, quizá auspiciado por la pequeña botella de vino que sujetaba en su mano de forma desganada. Sus manos estaban curtidas del sol, y con esas manos toscas acariciaba las piernas blancas de la segunda mujer más bella que he contemplado jamás.
Las manos del tejano subían y bajaban por las largas piernas de porcelana de la diosa que le acompañaba mientras ella reía y le apartaba la mano con fingida decencia. Su cuerpo esbelto estaba ceñido por un escotado vestido rojo y del largo cuello blanco colgaba un collar de brillantes. La melena rubia, muy rizada, se había escapado en su mayoría del moño que le colgaba deshecho de la nuca. Era una mujer realmente hermosa, de almendrados ojos azul oscuro y labios color cereza. Sus facciones resultaban delicadas, pero un brillo vivo en su mirada la despojaba de cualquier aire de fragilidad. De sus manos pendía un extraño instrumento, curvilíneo como ella, que cobijado en su regazo desprendía bajo el hechizo de los dedos de la mujer sonidos que me resultaban mágicos.
Si soy sincero, no sé si la mujer era tan hermosa como mis recuerdos me enseñan, pero ni toda su belleza eclipsaba para mí la atención que en ese momento le prestaba a ese instrumento.
De pronto, la mujer regañó a su acompañante, que dejó de acariciarla para pasar a simplemente estrecharla contra su pecho. Recostada sobre él, la mujer dejó de tocar melodías al azar y se dispuso a tocar una sonata. La canción, triste y desgarradora, casi consigue hacerme llorar, pero resistí por miedo a delatarme. La voz de la mujer era dulce, pero melancólica y aunque no entendí la letra me conmovió profundamente. Lo cierto es que sus dedos punteaban las cuerdas con mesura, desmitificando en parte ese espíritu apasionado que los japoneses atribuíamos a los occidentales.
Embelesado, sin querer tropecé e hice un poco de ruido, alertando rápidamente a la pareja que se puso en guardia, aunque sin separarse el uno del otro. Avergonzado, avancé hasta ellos dando pasitos cortos y con la cabeza gacha. Al verme se echaron a reír y creo que ella pregunto de quién era hijo porque me pareció escuchar mi apellido pronunciado de una forma extraña. La mujer me cogió de una mano y el hombre de otra, sus tactos eran muy distintos, uno suave como la seda, otro rudo como el cuero. Me acompañaron a la gran sala donde estaba servido el banquete. Al llegar, mi madre, se acercó corriendo hasta ellos y empezó a disculparse, agachando la cabeza en continuas reverencias, mientras me regañaba.
Mi padre también se acercó, separándose del grupo y con él uno de los traductores que hacían posible la comunicación en la torre de babel que era aquella cena. Sin que nadie lo advirtiera me lanzó una mirada gélida que me hizo temer lo peor. Al igual que mi madre, se disculpó por mi comportamiento con una suave inclinación de cabeza. El traductor les transmitió las disculpas que mis padres pretendían expresar, sin embargo no las aceptaron bajo el alegato de que yo no había hecho nada mal y por tanto no merecía reprimenda de ningún tipo.
La conversación prosiguió y pronto los hombres empezaron charlar acerca de dinero, economía y sobre todo negocios. Como me aburrían esas discusiones decidí volverme junto a mi madre y la extranjera. Así me enteré de que la mujer se llamaba Roxanne y de que el instrumento que tocaba se llamaba guitarra española. Sentado en las rodillas del hombre del traje marrón, escuché como mi madre y Roxanne hablaban de sus respectivas vidas, supe entonces que el marido de Roxanne se llamaba Walker y que tenía negocios en México, donde solían viajar con frecuencia. Allí conocieron a un grupo de exiliados republicanos del régimen español franquista, fueron ellos los que enseñaron a Roxanne a tocar la guitarra y a cantar aquellas desgarradoras canciones repletas de la nostalgia de estar lejos de casa. Volvió Roxanne a sacar la guitarra y entonó de nuevo aquel canto de soledad, bajo la atenta mirada del resto de los asistentes que se deleitaban con la música, desapareció en ese momento para mí toda la sala: mis padres, el señor donde estaba sentado e incluso la americana, para quedar sólo la guitarra y el bello sonido que producía.

[…]Desde aquel día, durante casi un año, supliqué a mis padres para que me compraran uno de esos instrumentos por mi cumpleaños. Al principio mi madre se negaba, alegando que no me lo merecía por cómo había conocido las guitarras, infringiendo deliberadamente mi palabra de portarme correctamente en la fiesta. Ella creía que si me lo compraba volvería a desobedecerles por su culpa, porque estaba encantado con su sonido. Por el contrario mi padre decía que la música, aunque afición noble, me distraería de mis estudios y por otro lado la guitarra era algo extranjero, incomparable su sonido al de los delicados shamisen japoneses […]
En ese tiempo caí enfermo de unas malas fiebres que por poco no me llevaron de vuelta con mis antepasados […] pasé días en el hospital en un estado de semiinconsciencia del que desperté una mañana clara de primavera. Cuando abrí los ojos lo primero que pude contemplar fue el bello rostro de mi madre, con las mejillas coloradas y lágrimas recorriéndolas de felicidad. Rápidamente empezó a llamar a mi padre que llegó pronto a mi lado, desaseado y con la barba mal afeitada, él que fue siempre tan pulcro. Al llegar a mi lado una sonrisa de felicidad se extendió por su cara y por primera vez y última vez en mi vida, me estrechó entre sus brazos [...]
[…] Cuando mis padres se tranquilizaron tras la charla con el doctor […], mi padre se desplazó a un lado y fue hasta el pequeño armario azul de la consulta. De él sacó un enorme estuche de cuero negro desgastado y cierres de bronce, me lo acercó con cuidado y lo miré para ver si veía en él alguna respuesta a qué contenía aquello. Era grande, medía cerca de metro y medio, poco menos que yo en aquel entonces. Nervioso abrí los cierres para encontrarme en su interior con una preciosa guitarra española. No era nueva, eso se veía en los arañazos que la caja mostraba, pero era magnífica. Realizada en palosanto de la India, estaba recubierta de un barniz que le daba unos extraños reflejos rojizos. Su mástil era muy oscuro y sus cuerdas metálicas poseían diferentes tipos de dorado.
Sin podérmelo creer empecé a chillar de alegría, mientras mi padre intentaba explicarme a duras penas que se la había comprado la tarde anterior a un marinero. Por lo visto su anterior propietario, compañero de camarote del marinero, había fallecido a bordo del barco por culpa de un atragantamiento y su única posesión era esa guitarra. Mi padre le encontró observando los cerezos del parque próximo al hospital y entabló conversación con él, buscando que el tiempo pasara más rápido mientras yo yacía convaleciente. Ese, junto al abrazo, creo que han sido los dos únicos gestos sentimentales de mi padre que le he visto hacer. Por unos cuantos billetes le vendió la guitarra, asegurándole que si bien estaba muy usada, era de una calidad excelente […]
Pasé dos días más en el hospital, ya estaba bien, pero el médico quería asegurarse. En ese tiempo no hice otra cosa que no fuera pensar un nombre para mi guitarra. Al final me decidí por Mio () que significa sonido, belleza y hermosura. Mio fue, sin lugar a dudas, mi primer amor. No sabía yo a mis diez años y mientras acariciaba con suavidad a mi recién bautizada guitarra, que aún quedaba otra década para que pudiera conocer al segundo.

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